CARTAS A TORA 262

Un alienígena arriba a la Ciudad de México y, convertido en gato, llega a vivir a una vecindad. Le escribe a Tora, quien lo espera en su planeta natal, sus impresiones de lo que ahí ve

11 de marzo, 2022 CARTAS A TORA 331

Querida Tora:
No sé si contarte lo que te voy a contar, porque no lo entiendo. Y me da un poco de vergüenza. No he hecho nada malo, pero la cosa es tan… tan… que me da vergüenza. Pienso que a lo mejor, en el fondo… pero no, yo no tengo la culpa. Todo es cosa de Pucho.

Te acuerdas quién es Pucho, ¿verdad? El perro aquel, que tenía problemas psicológicos porque lo querían hacer pasar por niña cuando, en realidad, era niño. Bueno, pues yo nunca he tenido nada que ver con él. De veras. Es más, apenas si lo miro. Y él andaba por toda la vecindad sin mirarme tampoco. Pero un día… ¿Por qué tuvo que amanecer aquel día aciago? Pero te lo voy a contar, aunque me pese.

Bueno, pues la dueña llevaba a Pucho a pasear, como todos los días. Pero ese día, el infeliz animal pasó cerca de mi, y se me quedó mirando. Pero mirando en serio. Se quedó inmóvil, y no había manera de moverlo. La dueña hasta pataditas le dio, pero Pucho seguía inmóvil, mirándome, mirándome, mirándome… Al principio, no le hice caso. Pero cuando pasaron diez minutos, y el animal seguía ahí, peor que hipnotizado, convertido en estatua de pelos, me empecé a alarmar. Y me revisé todo, a ver si me había pintado con algo, o si se me había caído la cola o desgarrado alguna oreja o… Pero no: todo estaba en su lugar. Entonces me levanté y di unos pasos. Y Pucho, mirándome. Entonces me lavé la cara (Los gatos nos lavamos la cara con nuestros propios jugos, ayudándonos con  las patas) Y Pucho, más atento aún. Decidí no hacerle caso, y me puse a caminar. No sé si fue peor, porque Pucho casi muerde a su dueña cuando quiso arrastrarlo a la calle.

Me fui. Pero ese perro no se movió hasta que desaparecí de su campo de visión. Entonces, ya se fue muy contento a su paseo. Pero al día siguiente pasó lo mismo. Y me empecé a cabrear. Me estiré, levanté la cola, luego me le acerqué poco a poco, con la barriga pegada al suelo, en actitud amenazante, que si un ratón me ve así sale corriendo hasta llegar al mar y se tira de cabeza. Pues Pucho no hacía más que mirarme. Llegué frente a él y le lancé un manotazo que no fue muy amenazador, pero tampoco amistoso. Pues éste se pensó que era un cariñito, y se puso a jadear el muy desgraciado. Entonces le arañé la nariz y me fui, contoneándome lo más posible para hacerle ver el desprecio que me inspiraba. Pucho aguantó el castigo como los buenos, a pesar de los gritos de su dueña porque lo había yo “lastimado”.

Ya llevábamos así como quince días, y yo no me explicaba qué era lo que estaba pasando. Digo, perros y gatos somos especies diferentes. Ni modo que se hubiera enamorado de mí. Y si fuera yo hembra, pues podría pensarse en algo, aunque fuera un poco desviado; pero todos los gatos saben que soy macho, porque me he enfrentado a todas las ratas de la vecindad y a algunas foráneas que son más grandes y dientonas que yo. Entonces, ¿qué le pasa a Pucho? ¿Será un sentimiento puramente estético el que le inspiro? Cierto que, como gato, estoy muy bien hecho; y podían tomarme como modelo para ilustrar todos los libros de gatos que se han escrito: negro, lustroso, de ojos acerados y bigote erguido, de cola larga y enhiesta como bandera vencedora de mil batallas. Todos mis congéneres hablan bien de mí; y los otros perros me saludan (A su peculiar manera, pero me saludan) con gusto. Entonces, ¿qué demonios le pasa a Pucho? ¿Acaso le inspiró algún sentimiento torcido o retorcido, digno de un nuevo tratamiento psiquiátrico? La dueña no va a querer someterlo a nuevas terapias, porque no tiene dinero ni paciencia para estarlo llevando dos o tres veces por semana con un  terapista. Ya se dio cuenta de que Pucho me mira a mi, pero no se le ocurre qué hacer para evitarlo; y es incapaz de pensar que un  animal como ese pueda tener más problemas que el hambre y la urgencia sexual (además de que ésto último lo ignora todo lo que puede; y cuando no logra evitarlo, se limita a decir “Ay, Pucho”, y se voltea para no verlo).

Te confieso que ya estaba desesperado. Y avergonzado, porque estaba fuera de mi alcance; y porque, además, cuando la dueña lograba arrancar a Pucho de su contemplación, el infame perro se iba muy  contento, como si hubiera logado algo trascendente. Y ya empezaba yo a caminar con la cabeza gacha y arrastrando la cola. Pero como no iba a permitir que me sucediera eso, me decidí a hacer algo. Y no había más que un remedio: mostrarme a Pucho tal como soy en realidad, a ver si se desilusionaba. Pero había el peligro de que la dueña me viera también, y entonces… Algo se me ocurriría. Lo importante era espantar a Pucho.

Y puse manos a la obra. Escogí el paseo vespertino, en que ya empieza a oscurecer, y me fui a un rincón alejado de la vecindad. Pucho salió al patio, brincando y ladrando ante la expectativa de verme (siempre ladra en forma diferente cuando va en mi busca). Me vio a lo lejos, y corrió hasta colocarse a corta distancia de mi. La dueña protestaba a gritos, como siempre. Y cuando ya estaban muy cerca, me erguí y me convertí en lo que soy cuando estoy en mi planeta, en ese ser gallardo y atractivo de quien  tu te enamoraste (pero en la Tierra resultó muy diferente). Hubieras oído los ladridos de espanto. ¡Y los gritos de la vieja! Creo que ella llegó a la vivienda antes que Pucho, y ya ni lo dejaba entrar, no se fuera a colar el espantajo (perdóname por lo que te toca, pero esa es la realidad aquí).  Estaba dispuesto a echar a rodar mis estudios de la Tierra, a perder todo lo que había logrado en este tiempo que llevo aquí; pero al ver que la dueña se servía algo de una botella que oculta en su ropero, se me ocurrió la idea salvadora; y metí por la ventana de atrás. Esa botella guarda un líquido bastante alcohólico, que la vieja toma cuando nadie la ve. Y vertí todo el contenido de la botella en un vaso de “inofensiva” leche que se sirvió después, y de la cual convidó a Pucho. Y ya me fui tranquilo, convertido de nuevo en gato.

La vieja y su perro despertaron al día siguiente tirados en el suelo, con un dolor de cabeza horrible, y sin  saber si “aquello” lo habían soñado. Pero, por si acaso, ya no se me acercan cuando me encuentran en el patio. Y Pucho hasta me huye. Aquel sentimiento que había yo despertado en él debe haberse ahogado en los vapores del ron.

Pero la vergüenza no ha desaparecido por completo. Sobre todo,  porque no puedo saber qué fue lo que desperté en el maldecido Pucho. Pero voy a procurar olvidarlo todo ya que, al fin y al cabo, nada fue culpa mía. 

Te quiere

Cocatú 

 

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