CARTAS A TORA 248

Un alienígena arriba a la Ciudad de México y, convertido en gato, llega a vivir a una vecindad. Le escribe a Tora, quien lo espera en su planeta natal, sus impresiones sobre lo que ahí ve

12 de noviembre, 2021 CARTAS A TORA 248

Querida Tora

Fíjate que hay un perro que se metió a vivir a la vecindad. Duerme en el patio, se alimenta de lo que los vecinos le dan; y se ha hecho querer de todos porque tiene muy buen carácter, y a veces acompaña a los niños que van a la escuela a que tomen el camión en la esquina. Es bastante grande y robusto, y agradece las palmaditas que todos le dan. Pero…

Pero un día llegó un vecino nuevo al 43. Es un hombre tranquilo, de costumbres morigeradas (qué palabrita, ¿eh? Ya casi no se usa) y aspecto agradable. Esto lo digo ahora que por fin lo he conocido un poco, porque al principio…. Para no hacerte el cuento largo: en cuanto el perro ese lo vio, se le fue encima. No lo derribó, pero le empezó a ladrar como si se tratara de un asesino. Y eso fue lo que dijeron los vecinos: “Ha de ser un desgraciado; si no, el perro no lo trataría así”. El caso es que le creó una mala fama instantánea, y todos lo veían con recelo. Aunque, en realidad, apenas lo veían porque en cuanto aparecía en el patio, el perro se le iba encima y el pobre tenía que salir por piernas. Hay un dicho muy popular aquí: “Perro que ladra, no muerde”. Y no, no lo mordía; pero le rasgaba las mangas de las chamarras o los pantalones; aunque su blanco favorito era el fondillo de los pantalones, que no sé cuántas veces los tuvo que mandar al zurcido invisible. El caso es que el pobre hombre no podía vivir más que encerrado en su vivienda. Y eso, relativamente, porque muchas veces iba el perro a ladrar ante su puerta, que en más de una ocasión se quedó ronco. ¿A qué se debía tanta hostilidad? Nadie se lo explicaba.

Un día el hombre salió al patio y en cuanto vio al perro correr hacia él, lanzó algo al suelo. Era un pedazo de carne, sangriento y apetitoso (para el perro, pensó). Pero el animal lo ignoró completamente, y se le lanzó al cuello. No sabes el grito de horror que dieron los vecinos (ya todos saben a qué hora sale para el trabajo, y se asoman para ver qué le hace el perro). Pero se limitó a arrancarle la corbata y a perseguirlo hasta la avenida.

Ese día, al regresar, el señor fue con el portero, a pedirle protección. El portero, naturalmente, le dijo que eso no era de su incumbencia. Pero el señor dijo que las autoridades están para permitir la convivencia, y que una de sus principales responsabilidades es la seguridad, y que si no le daba protección lo iba a denunciar (aunque no dijo ante quién). Estaba el pobre hombre tan molesto y tan seguro de sí mismo, que el portero ordenó a uno de sus guaruras que lo acompañara hasta su vivienda. Pero en cuanto salieron al patio, el perro se fue sobre el guarura, lo espantó, y luego fue a por el señor (que fue muy rápido y ya estaba abriendo la puerta de su casa). Pero aún así, alcanzó a rasgarle su parte favorita de los pantalones, en forma tal que ya no admitía zurcido de ningún tipo.

El hombre optó por salirse a su zotehuela, subir por las cañerías a la azotea y allí, ayudado por los ninis, bajar a la calle. Pero sólo lo pudo hacer un  día; porque al siguiente el perro estaba en la azotea, esperándolo, más rabioso que nunca. El hombre bajó por el mismo camino y quiso salir por el patio a la carrera; pero en la puerta de la vecindad ya estaba el monstruo, enseñando todos los dientes.

Entonces, sucedió algo totalmente inesperado. El hombre se puso en cuatro patas y empezó a ladrar. Pero eran unos ladridos espantosos, como de película de terror (yo creo que había estado practicando en secreto, porque de otra forma no se explica). Y luego, se fue hacia el perro enseñando sus dientes, que eran pocos, pero blancos y relucientes. ¿Y qué crees que hizo el perro? Se replegó sobre sí mismo; empezó a gruñir sordamente, y cuando el hombre ladró nuevamente (en forma verdaderamente aterradora), lanzó un gemido y salió corriendo a la calle. El hombre llegó a la puerta de la vecindad y siguió ladrando, en cuatro patas, que todos los transeúntes se lo quedaron mirando como si fuera un bicho raro. Pero el perro ya no quiso saber más.

Y desde entonces, no se le ha vuelto a ver por la vecindad.

En esta historia hay una gran enseñanza oculta. Pero no sé cuál es. A ver si tú, que eres tan lista, me ayudas a desentrañarla, porque yo ahora voy con la señora del 17, que ya vi que me está echando unos pellejos muy ricos. (y hay que hacer por la vida; sobre todo ahora, que todo está tan caro).

Te quiere

Cocatú

 

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