¿Qué te cuento? Hubo en la vecindad una epidemia… Perdón. No es la
palabra correcta, pero como si lo fuera. No se trata de una enfermedad
contagiosa que atacara a todos los vecinos. Fue una especie de fiebre,
podríamos decir, por hacer todos la misma cosa. ¿Quieres saber de qué se
trata? Sigue leyendo.
Llegó una vecina nueva, que enseguida empezó a llevarse de a cuartos
(con muchísima confianza, para que entiendas) con todas. Un día las invitó a
tomar café, y les propuso un negocio que, según ella, era muy fácil y muy
redituable (palabra de domingo que empleó varias veces). El negocio consistía
en fabricar “bolitas de entropía”. Nadie se dio cuenta, pero ahí empezó el
desastre.
En primer lugar, la entropía no es una cosa física, sino una variable
termodinámica (tampoco entiendes, ¿verdad?); o sea, una relación, un número.
¿Y cómo vas a fabricar bolitas con números? Pero, bueno, valga la ignorancia
en disculpa de las señoras. El caso es que tenían que ir a una cierta dirección
(laboratorio, lo llamaba la vecina nueva) y comprar dos “conjuntos de
entropía”. Les entregaban unos recipientes con substancias que nadie pudo
identificar, y un manual de instrucciones. Tenían que mezclar esas substancias
en determinadas cantidades y bajo ciertas condiciones (a la luz de la luna
llena, era como quedaban mejor), ponerlas luego en el horno dos o tres horas
(si no tenían horno, podían emplear un sartén con teflón, nuevo y
perfectamente limpio, y taparlo muy bien), dejarlas enfriar, colocarlas en una
cajita que también les proporcionaban y entregarlas en el laboratorio. Allí se las comprarían, a un precio cuatro o cinco veces superior al que habían pagado.
Como verás, era facilísimo. Además, les daba la oportunidad de reunirse
a echar chisme mientras trabajaban. Así lo hicieron, y participaron todas, salvo
la del 56, que siempre está algo incróspida. Entonces, todas las tardes se
reunían las señoras, en casa de una o de la otra, y la pasaban de maravilla,
pues ya los maridos no podían acusarlas de perder el tiempo platicando,
porque estaban trabajando. No sé cuántos conjuntos de entropía compraron,
pues las había muy ambiciosas, que ni siquiera durmieron en toda la semana
que duró la epidemia. Por fin, fueron a entregar el fruto de su trabajo. Les
dieron un recibo, diciendo cuántas bolitas habían entregado, y prometiendo el
pago para el día último del mes, una vez que las hubieran revisado y aprobado.
Las señoras apenas pudieron aguantar hasta el día último, ansiosas de
recibir su dinerito. Y allá van todas en masa, eufóricas como nunca, vestidas
como para fiesta, pues de allí se iban a celebrar con la del 37, que se puso muy
rumbosa y las invitó a tomarse unos alipuses (plural de alipús, palabra que
quién sabe de dónde vino, y que significa “bebida alcohólica”) y unos
“Tschilakiles Kaiser” del King’s, ¿Pero qué crees? El “laboratorio” había
desaparecido, y en su lugar encontraron un barracón sucio y destartalado,
lleno de ratas y cucarachas. Entonces cayeron en cuenta de que nunca entraron
al laboratorio, y que los “conjuntos” se los entregaron en la calle, junto a un
letrero con el nombre del laboratorio.
No sabes cómo se rieron los maridos de ellas, y les dijeron que no
sabían hacer negocios, que desde el principio se veía que era una farsa, y no sé
cuántas cosas más. Pero el convite a los alipuses quedó en pie, y ellos las acompañaron para hacerles “más dulce el trago amargo”. Y se estuvieron hasta el día siguiente brindando y llorando la transa que les habían hecho.
Huelga decir que la señora que las incitó a entrar al negocio desapareció
antes de que ellas regresaran, y no se ha vuelto a saber de ella.
Para que veas que también hay epidemias que no se deben a virus ni
bacterias.
Te quiere,
Cocatú
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