Albert Speer y su Ley de Ruinas

Yo no lo sé de cierto –decía Sabines– pero creo que hay que reflexionar un poquito sobre la idea de que son las grandes obras de una administración las que hacen historia; no lo sé de cierto...

29 de septiembre, 2020

Yo no lo sé de cierto –decía Sabines– pero creo que hay que reflexionar un poquito sobre la idea de que son las grandes obras de una administración las que hacen historia; no lo sé de cierto pero supongo que esto de “Chapultepec cultural” frente a la necesidad de reactivar la ya de por sí precaria economía de los creadores y difusores de cultura, merece una mirada de cerca, una llamada de atención sobre nuestro concepto de cultura. Vamos un ejemplo extremo, de verdad duro, pero es que son esos los únicos ejemplos que nos hacen pensar.

Hacia 1934, Adolf Hitler hizo su primer encargo de gran magnitud al entonces flamante nuevo arquitecto del Reich, Albert Speer. El edificador comprendió y asumió los valores fundamentales de la ideología nazi. Al emprender la construcción del Campo de los Congresos del Partido en Nuremberg, siguió la afirmación de su fürer: “Lo único que nos hacer recordar las grandes épocas son sus monumentos”. Pero fue más lejos. En sus memorias recuerda que alguna vez, mientras supervisaba la construcción del Zeppelinfeld en el Campo de los Congresos, se detuvo a observar la destrucción del hangar de los tranvías de Nuremberg, cuyo lugar sería ocupado por las tribunas del campo; su atención se detuvo ante “el amasijo que formaban los restos del hormigón armado del hangar tras su voladura; las barras de hierro asomaban por doquier y habían comenzado a oxidarse.” Desde luego, la decadente y desoladora imagen chocó de frente con la concepción de grandeza y posteridad que animaba no solo la arquitectura, sino también la postura social y cultural frente al poder del Reich. A partir de esta visión, construyó lo que denominó como la “teoría del valor como ruina” de una construcción. Según ese punto de vista, toda construcción debía constituir un puente de tradición hacia las generaciones por venir; pero los materiales de la época –cabe decir que todavía menos los de la nuestra– resultaban nada convincentes para ese fin y no podrían transmitir el carácter heroico y grandilocuente del régimen. Por esta razón, después del Zeppelinfeld, las construcciones encargadas o patrocinadas por el gobierno alemán deberían cumplir con estrictas prescripciones respecto de los materiales –el hormigón armado y la estructura de acero fueron proscritos hasta el límite– y respecto del diseño, los muros de gran altura debían resistir la presión de los vientos aun cuando ya no tuvieran un techo que los apuntalara. Así, al cabo de miles de años, según los propios cálculos de la burocracia nazi, las edificaciones guardarían una gran semejanza con sus modelos griegos y romanos.

Toda acción del Estado debía motivar a la construcción de esa utopía milenaria, como recuerda Speer: “Para ilustrar mis ideas, hice dibujar una imagen romántica del aspecto que tendría la tribuna del Zeppelinfeld después de varias generaciones de descuido: cubierta de hiedra, con los pilares derruidos y los muros rotos aquí y allá, pero todavía claramente reconocible”. El dibujo fue considerado una “blasfemia” en el entorno de Hitler. La sola idea de que hubiera pensado en un periodo de decadencia del imperio de mil años que acababa de fundarse parecía inaudita. Sin embargo, a Hitler aquella reflexión le pareció evidente y lógica. Ordenó que en lo sucesivo, las principales edificaciones de su Reich se construyeran de acuerdo con la “Ley de las Ruinas”.

Esta “locura lúcida”, como la llama Erasmo en su Elogio de la locura es sobre todo utopía; misma que se transforma en ordenamiento jurídico administrativo, pero sobre todo en razón de Estado. En efecto, el fenómeno histórico de la ideología Nazi es de lo más estudiado; sin embargo, la Ley de las Ruinas, nos enseña el grado de penetración que alcanza la ideología y la finalidad íntima de las construcciones utópicas. Discurso ideológico y utopía no son sinónimos. El primero anima a la segunda, la segunda es el epítome del primero; ambas se ensamblan en la perfección del concepto. Comparten, es cierto, algunos elementos esenciales y ambos tienen efectos reales en la vida política y en la construcción de las normas jurídicas, particularmente las constitucionales. Como parte de la vida de la sociedad y, con mayor especificidad, de la vida de la organización política, el discurso ideológico se consagra en el ejercicio del poder, la utopía entonces se convierte en un proyecto de nación; sin embargo, ni el discurso ideológico ni la utopía nacen necesariamente de la posesión del poder público, pueden nacer de la entraña de la vida comunitaria, de la pluma y la inteligencia de un grupo incluso minoritario; pueden mantenerse en la marginalidad o pueden ascender en la escala del poder hasta ocupar sus espacios. Ideología y utopía no son solo fenómenos del poder,  también son fenómenos del devenir político.

Así como la ideología no aspira a convertirse en lenguaje corriente –aunque su vocabulario sea utilizado por un sector importante de la sociedad, la ideología pretende siempre salvaguardar su terminología iniciática, su sentido apenas revelado a unos cuantos y con ello, la posesión del secreto del poder y la aspiración general de ingresar al círculo de quienes la comprenden y la manejan–, las utopías no necesariamente están llamadas a convertirse en sistemas vigentes, fácticos, terrenalmente ubicables; al contrario, una utopía fracasa y se diluye no cuando es inalcanzable, sino cuando deja de ser inspiradora. En fin, volviendo a Sabines, yo no lo sé de cierto, pero supongo… que lo que necesitamos en este momento es saber para dónde vamos, cuáles son nuestras prioridades y con qué reglas vamos a jugar en los próximos años.

 

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