Pensar en el ser humano como un aburrido cúmulo de genes, vísceras y fluidos resulta insuficiente para definirnos, así como también lo es ignorar nuestras características físicas: somos el producto de la integración del cuerpo, la mente, el espíritu y el mundo que nos rodea.
El cerebro no es otra cosa que una masa gelatinosa de poco más, poco menos de kilo y medio, formada principalmente por el tronco cerebral, la corteza, el tálamo, los ganglios basales, el hipocampo y el cerebelo. Y sin embargo, dentro de él, o a través de él, de alguna manera que aún no ha sido posible definir del todo, encontramos las ideas, la memoria, las emociones, las funciones motoras y cognitivas y un sinfín de propiedades más, que para hacernos la vida fácil englobaremos con el nombre de “mente”.
Como se puede suponer, la relación entre estos dos conceptos –cerebro y mente– ha sido, desde tiempos cartesianos, de lo más complejo e intrigante que se pueda imaginar.
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En cierto modo el dualismo que separa el cuerpo de la mente nace con René Descartes, quien pensaba que a través de la glándula pineal se hacía un casi mágico intercambio entre uno y otro. Según esta teoría, nos dice Detlev Ganten en Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, la mente se componía de una sustancia inmaterial y misteriosa sobre la que en principio no se tenía ninguna noticia, con lo cual estaba de más cualquier otra reflexión sobre el tema1” .
En cierto sentido esta explicación mágica reconforta mucho más que la realidad. Al observar físicamente un cerebro resulta desconcertante suponer que de una masa semejante surgió la Novena Sinfonía de Beethoven, y que además controla todas nuestras funciones, actos y pensamientos. ¿Dónde rayos están las ideas? ¿Qué tanto se habría modificado el idealismo platónico en el caso de que éste hubiera tenido oportunidad de estudiarlo físicamente? Es imposible saberlo, lo cierto es que aún en pleno siglo XXI resulta desconcertante cómo es que funciona ese órgano tan complejo y a la vez tan sutil y frágil, cuyo potencial está aún por ser descubierto.
Aunque la gran mayoría de los filósofos actuales adopta una posición materialista al afirmar que la mente es una actividad del cerebro. Basados en la «teoría de la emergencia» se plantea que las partes del cerebro separadas entre sí carecen de cualquier diferenciación genómica con el resto de las células del cuerpo, pero al unirse son capaces de desarrollar las funciones que ya sabemos de sobra que este órgano realiza.
En su libro, Ganten nos pone el ejemplo de los que sucede con el oxígeno y el hidrógeno por separado. Ninguno goza de las propiedades del agua, estado que alcanzan al mezclarse. Con el cerebro pasa lo mismo: “Los miles de millones de neuronas que componen el cerebro son células biológicas completamente normales, que en principio no se diferencian en su dotación genómica y en su función de las células del corazón, de la piel o del hígado. Son pequeños actores que pueden cumplir determinadas funciones. Cada una de ellas es una máquina compleja, pero sin mente2”.
Sinceramente, en lo personal yo no me adhiero a esta teoría. Considero que más allá de las funciones físicas, poseemos una conciencia –incluso a nivel celular– que nos hace únicos y que eso difícilmente caza con la idea de una unión espontánea y cooperativa entre células inocuas. A fin de cuentas todas las moléculas de agua son iguales, no así las células cerebrales humanas que contienen información genética particular, no sólo de especie, sino de individuo. La propia evolución se genera a partir de mutaciones, pero por más que se pretenda encasillarlas como mutaciones casuales, lo cierto es que esos cambios a nivel genético se consolidan en adecuaciones que convierten al individuo en más apto y más adaptado a su entorno.
Yo más bien me inclinaría a pensar en una especie de conciencia cósmica que permite que hasta la más diminuta partícula animada comparta una parte de esa conciencia esencial que la hace darle valor supremo a la existencia por encima de todo y la obliga a encontrar los caminos para perpetuarse, aún cuando no quede claro si existe un propósito o una dirección.
En el texto de Ganten también se habla de un vehemente debate entre aquellos que defienden, por un lado la idea de capacidades congénitas y por el otro la importancia y el peso del aprendizaje y la cultura en lo referente a lo humano. En lo personal me parece un falso debate. El ser humano es lo que es por sus características físicas, fisiológicas y cerebrales, del mismo modo que es lo que es por lo que aprende, razona y crea. Tan simple como observar la diferencia entre dos individuos, uno criado de tal modo que sólo se le cubran sus necesidades fisiológicas y otro educado dentro de una cultura cualquiera: ¿cuál tendrá más y mejores características humanas? Sin duda jurídicamente ambos lo serán, pero cuál tendrá más parecido con lo que consideramos humano: lenguaje, ética, valores, relaciones sociales, sensibilidad hacia el arte y la creación, y un larguísimo etcétera.
Pensar en el ser humano como un aburrido cúmulo de genes, vísceras y fluidos resulta insuficiente para definirnos, así como también lo es ignorar nuestras características físicas. Un ser humano es el producto de la integración del cuerpo, la mente, el espíritu y el mundo que lo rodea, porque tampoco somos seres que nos desarrollamos en medio de la nada. Somos seres que requerimos un contexto, un entorno que nos permita interpretar el mundo, la realidad y en última instancia quiénes somos y qué papel ocupamos en ese mundo donde habitamos, ya sea por causa de un accidente o de un propósito que desconocemos.
Es difícil no estar de acuerdo con Chomsky, respecto a que el lenguaje es una facultad básicamente innata. Nuestro cuerpo está acondicionado para desarrollarlo, pero sin el otro, sin el mundo, sin el entorno y sin el aprendizaje, resulta imposible desarrollar esa capacidad ya existente. A ese individuo aislado que se criara a la manera de un animal de otra especie difícilmente podría desarrollar el lenguaje, con todo y que de forma innata tuviera esa capacidad. Quizá, en efecto, encontraría alguna manera de hablarse a sí mismo y relacionarse con el mundo con el propósito de sobrevivir, y en ese sentido podría emplear su característica innata, pero de eso a que articulara un lenguaje como tal, por el simple hecho de poseer las características fisiológicas necesarias, hay un largo trecho.
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Sobre esto Ganten lo concluye muy bien: “Cuántas más cosas se tienen en la cabeza, más se puede aprender. Cuánto más aspectos de nuestro rendimiento intelectual estén preestructurados desde el punto de vista genómico y biológico, mayor será la influencia del entorno y del aprendizaje personal3” .
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1 Ganten, Detlev, Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, Madrid, Taurus, 2004, Pág. 522.
2 Íbidem, Pág. 523.
3 Íbidem, Pág. 525.
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