Dentro de la medicina del siglo XXI se habla cada vez más respecto a lo que llamamos “microbiota”, esto es, la flora intestinal “buena” que tiene relación con infinidad de funciones en todo el organismo.
Desde que la OMS comenzó a promover la lactancia materna como programa mundial, en la década de los noventa del siglo pasado, fuimos adquiriendo mayor conciencia de los beneficios que ésta aportaba al niño. De igual manera se desvelaron, capa por capa, los beneficios que la leche materna promovía para el futuro adulto, en particular con relación a las enfermedades crónico-degenerativas como diabetes mellitus y cáncer, entre otras. Entendíamos que había una relación causal, pero no asimilábamos por completo el mecanismo por el cual se daba esta relación, a pesar de que desde hace 100 años se investigaba el papel de la flora intestinal.
Como pediatras observamos que el incremento en el número de nacimientos por cesárea parecía tener relación con el aumento en casos de alergia, obesidad y otras patologías propias de la infancia. Casos que no se veían tanto antes de la introducción a gran escala del biberón, y que aumentaron aún más con el incremento en el índice de nacimientos por vía abdominal. Estos niños constituyeron una población que, en la edad adulta, presentó de manera temprana, enfermedades con un sustrato inflamatorio común. Conforme fueron incrementándose las investigaciones con respecto a la leche materna y a los tipos de parto, los conceptos convergieron en lo que ahora se conoce bien como “microbiota”, esto es, las bacterias intestinales que, a partir del nacimiento, llegan ahí provenientes de secreciones maternas durante el trabajo de parto, mediante la propia leche materna y directamente del exterior. Esas bacterias “buenas” van determinando los gustos alimentarios del pequeño. De esta forma, si tenemos un niño alimentado con biberón, con tendencia a preferir los carbohidratos por encima de las proteínas, en un escenario donde éstos son abundantes, como sería el consumo de comida “chatarra”, comenzará a desarrollarse una espiral progresiva que llevará a un estado inflamatorio crónico, que más delante se asocia con enfermedades crónico-degenerativas, como la obesidad, la diabetes mellitus, la hipertensión arterial y las enfermedades cardiovasculares.
El conocimiento fue ampliándose con el tiempo. Comenzamos a entender por qué era, no solo deseable sino vital regresar a las costumbres del parto natural y a la lactancia materna; cuáles eran las razones para evitar el uso generalizado de fórmulas industrializadas, y prolongar en la medida de lo posible la introducción temprana de carbohidratos en la alimentación de los bebés, y por qué evitar la comida “chatarra”. Pudiera decirse que fue hasta este siglo cuando logró llamarse a todas las cosas por su nombre, para finalmente consolidar el término “epigenética”, introducido originalmente por el biólogo inglés CH Waddington en la década de los 50´s del siglo pasado. Este término engloba los procesos químicos que determinan la expresión de los genes de un organismo, mediante la activación o la inhibición química de determinados enlaces en la cadena de ADN. Además, en tiempo, pasan la información de una a otra generación. Ahora sabemos que dicho puenteo químico depende, tanto de factores medioambientales como alimentarios. Una madre sana, bien alimentada, propicia el desarrollo intrauterino de un hijo con posibilidades de heredar lo mejor de la mejor manera, valga la redundancia.
A la fecha, las investigaciones continúan y comienza a conocerse la forma como el tipo de alimentación influye directamente en la conducta del ser vivo. Así es como se demuestra una y otra vez, que el aumento de alimentos energéticos altos en carbohidratos (conocidos como “comida chatarra”), guarda una estrecha relación con comportamientos violentos. En experimentos con ratas se estudió que, inclusive, después de algunas tomas de alimentos pobres en ácidos grasos 3, o enriquecidos con ellos, la conducta podía variar de la agresividad a la sensatez. Lo anterior nos anima a suponer que la promoción de dietas con mayores niveles de proteínas y grasas no saturadas pueda regular el índice de conductas violentas en una sociedad.
Los especialistas tienen perfectamente identificada la forma como un tipo de proteínas, llamadas histonas, son capaces de activar o apagar los mecanismos genéticos en el núcleo de las células. Están en fase de investigación y aplicación productos capaces de modificar desde el exterior esos mecanismos, cuya falta conduce a enfermedades. Parten de un principio científico muy simple: El modo como una célula madre es capaz de producir células distintas en su aspecto y función, según la información que se le proporcione mediante estos activadores enzimáticos. De un origen común, terminan super especializadas en los distintos tejidos y órganos de un ser vivo. Ello ha sido estudiado a profundidad por Azim Surani, investigador de la Universidad de Cambridge.
Los cambios moleculares en el ADN del núcleo en el sistema nervioso central llevan a modificaciones conductuales. El comportamiento de las cadenas de ARN para realizar estos cambios está regido por la epigenética. Podríamos decir, entonces, que la epigenética conlleva una carga moral, conforme nuestro paquete genético sea puesto a trabajar mediante factores ambientales como estilo de vida, alimentación y actividad física, entre otros. Mucha de nuestra relación con el ambiente redundará en lo que se ha dado por llamar “ecosistema nuclear”, mismo que rige la expresión de los genes que componen ese paquete genético.
La violencia en el mundo parece haberse disparado en los últimos tiempos. Sabemos que es un fenómeno multifactorial, derivado de elementos a los que tenemos poco acceso para modificar. Hay otra serie de factores que sí está al alcance de nuestras manos regular, mediante la mejora de nuestro estilo de vida, nuestro actuar dentro del hogar, teniendo en mira el estado del mundo hoy y para futuras generaciones.
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