En el siglo XIX, “descastado” era una ruda ofensa, una majadería que calaba en lo más hondo del honor y de la dignidad de las personas. Se refería a aquellas que carecían de linaje, que no podían invocar a sus antepasados, que carecían de casta, de antecedentes, de historia; polvo venido de otras tierras, semilla que no había germinado, palabra dura pariente de bastardía. Con los siglos, el linaje vino a menos, todavía hay quien lo resguarda y no faltará la tía Maruca, de esas que todos tenemos alguna, que no se le olvida que es una Rodríguez-Pérez de los Monteros y Sololoi… pero el resto ¡qué va!, nos conformamos con saber quiénes fueron nuestros padres y con suerte nuestros abuelos. Como decía el Quijote en uno de sus raptos adelantados de modernidad: “no es con quien naces, sino con quien paces”.
Los descastados somos nosotros, los hijos de la modernidad, aquellos a los que Luis Donaldo –sí, el mártir para todo uso– decía que éramos los hijos de la cultura del esfuerzo y no del privilegio; nosotros, los que llegamos a las ciudades de los pueblos ignotos de las provincias; que fuimos a escuelas públicas y privadas pagadas con un sinnúmero de esfuerzos, con becas obtenidas y sostenidas con desvelos. Esos somos nosotros, sin drama, nomás pura descripción; los que le echamos ganas para cenar con los amigos en el caro restaurante de moda y podemos comer el taco de birria en el mercado sobre ruedas nomás por el gusto de recordar la cocina de la abuela que nos cuidó de pequeños. Nosotros somos el presente y siempre el futuro. Señoras y señores, respetable público: somos los clasemedieros.
Nosotros, damas y caballeros, somos los que nos organizamos cuando nada sale, porque no tenemos tiempo de esperar que a los gobiernos les salgan las cuentas y los proyectos; esos que ve usted aprendiendo en cinco días a usar la internet para ofrecer nuestros productos y servicios, que corremos al teléfono para intercambiar publicidad con los amigos y los colegas, que aprendimos a comprarle al productor directamente para ayudarle a que no quiebre su negocio y para ahorrarnos unos pesos porque de todos modos, por muy a distancia que sea la educación, nos sigue costando; los que protestamos y mentamos madres porque somos los que estamos fuera de la estadística, es decir, a los que no nos tocan los apoyos porque no estamos ni hasta arriba ni hasta abajo y en esta dorada medianía, la que tanto le gustaba a Juárez, hay que rascarse con nuestras propias uñas.
Ya verán ustedes, no tenemos tantas influencias para que negociar con la Ley, ni tampoco pertenecemos a las huestes corporativas de ningún partido, por eso salimos sobrando a la hora de los arreglos cupulares, pero somos –por si no se habían dado cuenta– los votos que le faltan al candidato puntero, los que hacemos los cambios cuando ya nos hartamos, los que le buscamos nuevas formas de representación y que estamos empezando, en esta contingencia que se nos hace eterna, a encontrar los caminos que nos permitan mantenernos y seguir construyendo nuestros sueños de mantenernos en la clase media y jalar hacia arriba a quienes más podamos. Ya lo ven, si nadie quiere dar apoyo a los cineastas ellos mismos ya se organizaron bajo el liderazgo de sus estrellas para formar un fondo para ayudar a las familias que dependen de esta industria y que ya no tienen ni para comer, ahí entraron productores y directores chicos y grandes, de todos los pelajes y colores porque, como todos, lo que quieren es salvar el pellejo y también la dura piel de la República.
No somos fifís, pero entre los nuestros hay quien sueña con serlo y aunque le tome tres generaciones, tiene derecho a luchar por ello. Tampoco vivimos en la miseria, pero hay veces que no llegamos a la quincena y nos proponemos cada semana que no nos volverá a pasar; trabajamos y nos las ingeniamos porque si queremos tener tres pares de zapatos es cosa nuestra y de nuestros bolsillos. Somos los que nos organizamos; nosotros los que, como un extraño Proteo, en 1968 y empujamos el tren de la democracia, los mismos que en 1985 salimos a la calle con una pala y unos guantes y aprendimos que podíamos levantar la frente por nosotros mismos, esos que en 1988 pusimos las reglas y para el año 2000, por primera vez llevamos a la presidencia a la oposición; somos legión y nuestro nombre es ciudadanos.
Hace algunas semanas me preocupaba el hecho de que la desinformación y los mensajes contradictorios, sumados a las protestas por la violencia policíaca, el aumento en la que siguen sufriendo las mujeres, la falta de claridad en los apoyos económicos, aumentara la brecha entre el gobierno y los ciudadanos; hoy creo que el tren ya se puso en marcha y que no habrá manera de pararlo; como decía mi abuela: al buen entendedor pocas palabras bastan. La organización ciudadana está cocinando cambios en la estructura de nuestra sociedad y en nuestra forma de ver la vida colectiva.
Y verá el respetable, no necesitamos carta de presentación en un país donde los ricos son una pequeñísima minoría que acapara gran parte del ingreso, en uno donde los clasemedieros, que tenemos nuestros defectos y nuestros errores, nos tragamos el anzuelo del mundo globalizado y de primera, y perdimos la perspectiva de clase y nos sentimos más cerca de los amos del capital que de los trabajadores; las más recientes elecciones nos mostraron lo contrario, al fin también somos pueblo. Somos esa clase social que trae prisa porque si no, se lo comen las facturas; nos gustan los discursos –como no si al fin somos tan mexicanos como cualquiera–, pero dejan de agradarnos cuando no se reflejan en la realidad. Y ahora las señales de la organización están por todas partes, siempre críticas y siempre alentadoras, sus razones son muchas: libertad de expresión, para disentir, para organizarse, para ganarse la vida.
Así pues, mucho gusto, somos los hijos de Diego Rivera, de Juan Soriano, de José Luis Cuevas, todos clasemedieros también, como González Camarena y nosotros no somos el futuro. Somos el presente.
@cesarbc70
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