La parábola del cuchillo, la espada y la guadaña

Durante muchos años de mi vida he sido lector de Alfonso Reyes. Lo descubrí hacia los diecisiete años, leyendo a Jorge Luis Borges que, podríamos...

14 de julio, 2020

Durante muchos años de mi vida he sido lector de Alfonso Reyes. Lo descubrí hacia los diecisiete años, leyendo a Jorge Luis Borges que, podríamos decir, me lo recomendó diciendo que quien quisiera acercarse a las letras iberoamericanas de aquel tiempo, debía comenzar por el mexicano; también por un poema que el argentino escribió para honrar la memoria del escritor regiomontano. Si Borges, el semidiós de las letras que entonces reinaba en mis libreros, se expresaba así de Reyes, entonces había que leerlo. Lo hice y lo sigo haciendo hasta agotarme sus obras completas, releyendo cuanta obra suelta se edita, sus diarios y su correspondencia, una pasión que me honra y a la que dedico cada minuto que tengo disponible. Verá usted, amable lector, hay tres tipos de escritores: los que leemos y luego, si te vi no me acuerdo; los que leemos y respetamos pero que solo ocasionalmente nos vienen a mientes; y aquellos otros, no los mejores sino los entrañables, a los que cargamos como los romanos lo hacían con las efigies de sus antepasados, es decir, como sus númenes, como sus espíritus protectores. Así cargo en mi bolsillo de lector a Reyes, a Fuentes, a Balzac, a Albert Cohen, a Joseph Roth y a Max Aub. Singular y dispareja pandilla de amigos de los cuales tomo lo que me conviene y me agrada, de cuya compañía siempre disfruto y de la que no me separo. De cada uno respeto y amo algo distinto.

    De Reyes, debo decir, que tomo su inteligencia y su moderación, su humor y su capacidad de observación y de entre todas las frases suyas de que me he apropiado, hay una que rescato hoy (me disculpo con mi abuela que es de quien por regla general nutro mi fraseario), en un ensayo de cuyo nombre no puedo acordarme, decía don Alfonso que la palabra era como un cuchillo que lo mismo sirve para labrar un santo de madera que para destripar a un vecino –sí, lo sé, ya debo haber parafraseado la línea antes–, pero  es que ahora me parece más que oportuna.

    Andamos todavía muy perdidos, como atarantados, como puestos a prueba, en uno de esos momentos en que uno despierta de una noche larga y difícil, en un cuarto de hotel, en otra ciudad, en otro país y al abrir los ojos uno se pregunta: ¿dónde demonios me he metido? Desde luego es una desagradable sensación que dura unos segundos y luego la razón abre las puertas del negocio, nos ubica y ya estamos listos a dar la batalla por un día más. Esa capacidad de Reyes de ubicarme en la razón es lo que más respeto de sus letras, por otra parte, magníficamente bien escritas. Y lo traigo a cuenta porque todos debemos reconocer que la carnicería se nos está yendo de las manos, no estamos haciendo honor a la libertad a la que nos debemos, nos empeñamos en lanzarnos las palabras no como argumentos, sino como armas arromadizas y eso, no puede tener un buen final.

    No me preocupa que en el debate de lo público, de lo que es de todos, nos colguemos de la rama que se nos ponga enfrente, para eso es el diálogo abierto donde no hay y no debe haber nada prohibido, ni tabú, ni tema atávico; pero eso sí, lo que me angustia es la guadaña filosa y mal intencionada de los inquisidores que alegremente y libres de culpa señalan lo que es bueno y es correcto, lo que se dice y lo que no, el tema que se toca y el que es impropio. Vamos a darnos una vuelta por los símbolos, los atributos del ícono de la justicia son tres: la balanza, que da a cada uno lo suyo en perfecto equilibrio; la espada, que hace cumplir sus resoluciones; y la venda en los ojos, que alude a su ausencia de preferencias. Pero la justicia tiene ojos que se cubre para ejercer su cometido; por otro lado, la guadaña la blande la muerte que no tiene ojos, que se le han podrido y por lo tanto están extintos, tampoco tiene oídos que han corrido la misma suerte, la censura es así: no razona, no oye y no ve, solo rebana el cuello del que se ha pasado de la raya.

    Veo que en Estados Unidos una cantidad importante de intelectuales, de lo mejor que ha producido la inteligencia en dos generaciones, está protestando por esta censura público-privada que está atacando la libertad de expresión, que ha supuesto que Cristóbal Colón era un canalla, que Washington también lo era y no tengo nada en contra de los que ello suponen, lo tengo y de manera personal, con los que no permiten que se discuta razonablemente los cuatro viajes del Almirante ni el papel del primer presidente de los vecinos en la redacción de la Constitución y la Declaración de Independencia de ese país, documentos ambos que son innegablemente parte de la historia de nuestras libertades, porque a ese paso vamos a proscribir a Danton y a Diderot porque comían sus buenos entrecôtes y es una barbaridad, en estos tiempos seguir siendo carnívoros.

    Es cierto, hay muchas demandas que tenemos pendientes, muchas reivindicaciones que tenemos que echar a andar, pero no podremos resolverlas con la guadaña, podríamos hacerlo con un cuchillo que nos permita labrar símbolos comunes, letras en tablas de madera donde vayamos poniendo conclusiones que sean para todos y que sean razonables. “Razones de Estado son razones de establo” decía Francisco de Vitoria cuando se le quiso imponer el argumento de autoridad en su defensa de los pueblos originarios de la Nueva España, y coincido con él, no hay razones válidas desde antes, no hay razones que no merezcan ser discutidas, ni las del Estado ni la de los ofendidos, porque si no aprendemos a recuperar la tradición, ésta sí liberal –liberal  de las de a de veras y no de discurso– , de  discutir y aborrecer de lo prohibido, nos vamos a dar cuenta que la única epidemia que llegó para quedarse y que se volvió el cáncer que va a matar nuestras demás libertades, es la del fanatismo, la sinrazón y el olvido.

 

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