A veces parece que tuviéramos más tiempo, en cierta forma es verdad: no nos trasladamos, comemos en casa, las reuniones vía remota suelen ser más cortas; en suma, aprendimos a organizar nuestra jornada de manera distinta y eso, en términos de la celeridad a la que estábamos acostumbrados, significa que nos quedan por aquí y por allá algunos minutos que tendemos a llenar con algo. El mejor remedio contra el tedio –que prohija la depresión y la ansiedad entre otros muchos desperfectos– es la actividad. En lo particular, he revisitado textos que me son queridos, como La Colmena de Camilo José Cela, así como atacar los pendientes ancestrales, esos libros que uno debió haber leído antes pero que fue postergando; así me enfrento a Farabeuf de Salvador Elizondo. Lo que quise que fuera una especie de reposo ante una realidad que cada mañana se asoma más complicada, se convirtió en una reflexión sobre nuestro tiempo.
Farabeuf es un libro enigmático, un libro difícil si se quiere. Tengo para mí que no hay algo así como libros difíciles o fáciles, lo pienso más bien en términos de textos que necesitan una o más lecturas o que requieren puntos de abordaje distintos; para hincarle el diente a Farabeuf lo que se requiere es volver el reloj atrás, ubicarse en los años en que uno leía Rayuela como una novedad, en que los Cien años de soledad eran una lectura inocente, hay que desconectar o poner en el modo más tenue el hilo racional y dejarse llevar por la narración, porque se trata de un libro hecho de imágenes y está dirigido a la intuición, al sentir de las palabras y a su vibración en el tiempo.
Todo circula en torno a la exposición a uno de los tormentos más crueles de los que se tenga memoria, “la muerte de los mil cortes” le llamaban, la nombra también Cortázar, y consistía en administrar al regicida o al magnicida, una dosis de opio que le permitiera soportar la visión de su cuerpo en el proceso de ser desollado, desmembrado, reducido a ruinas y, llegado el momento, sufrir la muerte mediante un corte rápido y hábil. En torno a la imagen se anudan historias de amor y desamor, de encuentros y abandonos, de inocencia y perversidad; todo en un juego casi mágico de tiempos y circunstancias, de historias que pueden ser de manera distinta. Se trata, pues, de un libro como a los que estuvimos acostumbrados hace treinta o cuarenta años, un libro de estar en casa, diríamos, sin prisas, antes de que las historias comenzaran a tomar velocidad, sus argumentos se volvieran más lineales y sus formatos más convencionales; cuando los libros tenían que competir entre sí y no con las series del streaming. Antes de que las prisas le comieran el paso a la literatura y los mercados fueran metiendo su cuchara en la estética.
Pero mi cálculo ha sido imposible, apenas termino el hermoso volumen que editó de manera conmemorativa El Colegio Nacional, cuando me asaltan de nuevo las noticias: la epidemia no cede y ya vamos de vuelta, parece que ahora sí o por lo menos vamos a intentarlo, a las calles y a los empleos; y en Paseo de la Reforma, a la altura de las Lomas de Chapultepec, se nos viene el mundo encima en la forma de un atentando contra el secretario de Seguridad de la Ciudad de México. La capital ya no es el terreno franco del narco, ahora es también campo de batalla y de plaza beligerante. Para todo hay una explicación satisfactoria, cómo no iba a haberla, aunque usted no lo crea, domamos la epidemia y aunque todos los días veo que aumentan muertos y enfermos resulta que eso se traduce como una baja en la intensidad de la enfermedad. Por otra parte, los servicios de inteligencia sabían de amenazas a funcionarios, pero no pudieron evitar este episodio, pero eso es bueno porque el ataque es una especie de sangriento diploma porque les está doliendo la acción del Estado; a todas luces me parece que lo sano es que la inteligencia evite que estas cosas pasen y que el delincuente se sienta disminuido y no se atreva a desafiar a la autoridad y no que responda con esta altanería que sigue cobrando vidas inocentes. Y yo me quedo con mi inocente y hermosa edición de mi Farabeuf que me mira desde mi escritorio como disculpándose por no poder hacer otra cosa. Pienso que sí, que ya lo ha hecho y que Elizondo no sabía que estaba escribiendo una novela para el futuro lejano.
Entre las mil y una noches del encierro que nos obligan a imaginar lo inconfesable, pero también que nos dan camino para pensar la realidad desde muchas maneras distintas, me doy cuenta de que lo que sucede es que, al fin, fracturamos la estructura narrativa de nuestra realidad; en cristiano pues, que nos estamos contando historias distintas sobre lo que vemos, por un lado el gobierno y por otro la sociedad; vemos cosas que pasan, pero las contamos de manera diferente; las estamos viviendo de manera distinta y estamos, por eso, generando respuestas distintas; no sé si me debo ya cansar de decirlo, pero es que esta novela al modo de Farabeuf que nos tocó vivir, que nos tiene en vilo entre ser los supliciados a los que nos han impuesto la infamia de ver nuestro tormento, requiere que afilemos los sentidos, que seamos más claros en lo que podemos o no esperar de las autoridades para que todo lo demás, que no es poco ni lo menos importante, lo hagamos ya por nosotros mismos.
Todos los personajes de Elizondo son clasemedieros que han viajado y se han ilustrado, que conocen mundo pero que son ante todo, lo que Musil llamaría “hombres sin atributos”, como usted o como yo, los de todos los días, los de a pie, ellos que se enfrentan a pequeñas epopeyas que serán borradas por el tiempo, tal vez en menos de una generación, pero que hacen el presente y lo construyen; ellos son los que hacen las narrativas y para mí, que había querido escribir una reseña ciento por ciento literaria, no puedo sustraerme de esta cotidianidad que tengo que escribir por tener que alimentar y cuidar una familia, que no me permite cerrar los ojos al entorno y saber que tendría que haber apertura en el gobierno para escuchar otras narrativas de lo que está viendo, aunque no le gusten y que deberíamos tener más precisión para narrar nuestros días y nuestro futuro inmediato desde la consciencia de quienes leemos, escribimos, trabajamos y la vamos liberando cada día, nosotros los que nunca tenemos programa político, que nos cuesta mucho asumir la consciencia de clase porque no queremos ser pobres y no alcanzamos a rozar a los ricos; para todos nosotros la lectura, la cultura, Farabeuf y sus colegas, son la salvación y el camino, la forma y el contenido, aquello que podemos ofrecer en la medida que podamos descifrar el enigma de nuestro tiempo: ¿Cómo describir nuestra sociedad y proponer un camino sin perdernos en el intento?
@cesarbc70
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