Lo intangible y lo inconmensurable

Me tuve que dar una tregua, tomármelo con calma, volver un poco a las letras de todos los días y me puse a pensar así,...

26 de mayo, 2020

Me tuve que dar una tregua, tomármelo con calma, volver un poco a las letras de todos los días y me puse a pensar así, alegremente, en el tema de la felicidad que parece que va a ponerse de moda. Estuve regurgitando lecturas, revisando mis libreros, hablando con mi mujer y mis hijos, y  me quedé más confundido de como estaba al principio. Me puse existencialista, como quien dice, era más feliz antes de preguntármelo que ahora que traigo la duda. En esas estaba cuando me llegó una luz: empezar por el diccionario, que siempre es una buena brújula. El DRAE tiene tres acepciones para la palabra felicidad. La primera es concisa y agradable: “estado de grata satisfacción espiritual y física”; muy bien, luego entonces si no hay grata satisfacción física, digamos que no se tiene empleo o no se tiene qué comer, no podríamos llamar a aquello felicidad, buen punto. De la segunda se desprende que la felicidad no es cosa nomás de uno mismo, sino que se necesita el concurso de otros o de otras cosas: “persona, situación, objeto o conjunto de ellos que contribuyen a hacer feliz”; desde luego que, además de remitirme a la primera acepción, también puedo poner parte de mi felicidad en la contribución de otros como mi mujer o mis padres y me quedo pensando que la cosa se complica de manera horrible porque esto de la felicidad se va haciendo una tarea cooperativa en la que no todos  pueden estar de acuerdos o depender de lo que no está necesariamente en mis manos. Y remata la tercera acepción con una expresión que de plano sí acaba conmigo: “ausencia de inconvenientes y tropiezos”; y bueno, ya con esto sonamos como dijo Mafalda; porque esos dos feos hermanos son parte de la condición humana. Así que me propuse una primera conclusión provisional: eso de ser feliz se tiene a veces, nunca del todo y jamás por todos.

    Ya con esa primera tranquilidad me traté de acordar de gente feliz de la que pudiera documentarme y claro, quién más feliz que el pobrecito de Asís y me lanzo sobre sus florecillas y sobre su cántico del hermano sol y encontré paz y sosiego, no lo puedo negar, me di cuenta de que tengo más de lo que merezco y más de lo que necesito, que la felicidad no parece tan difícil cuando nos hacemos a esta idea y estamos dispuestos a trocar nuestras ambiciones por esperanzas; pero dos personajes más me vinieron a aguar la fiesta; por un lado, la idea de que la renunciación así es puramente individual e íntima, que no se puede comunicar ni compartir si no es por el íntimo consentimiento y cuando le pregunté a mi hija si no sería mejor darnos a la vida mendicante y bucólica en mi pueblo, puesto que aspirar a sus estudios de diseño y dibujo en Tokio donde espera hacerse animadora de cine no garantizan la felicidad, se me quedó viendo como si un extraterrestre le ofreciera un cigarrillo, era claro, no había leído a San Francisco de Asís. Por el otro, el Santo Job, en plena pestilencia se me apareció y me tocó al hombro para recordarme que era feliz cuando todo lo tenía porque se lo había ganado a la buena, era trabajador, justo y honrado y su Dios lo había premiado, así que cuando una jugarreta del Cosmos le salió con que todo estaba perdido, había encontrado la resignación y el valor, el entendimiento, pero no precisamente la felicidad, confirmaba la idea el hecho de que el propio Dios le devolvió ahí más o menos como pudo, lo que le había quitado para que fuera, en justicia, feliz, y digo que más o menos porque un hijo o una esposa perdida no se repone aunque se tengan otros. Así que sobre mi primera reflexión provisional tuve que reconocer que le hacía falta un siguiente elemento: se puede ser feliz a veces, nunca del todo y nunca por todos y cada uno encuentra por sí mismo su propia manera de ser feliz.

    Pues todos en paz y felices pascuas, decía mi  abuela, pero hete aquí que me puse a pensar, entonces qué tan feliz soy. De nuevo la sombra de la duda porque queriendo ser consecuente con mi propia definición, soy feliz a veces y siempre de diversos modos; como todos, supongo, encuentro la felicidad en ciertas cosas que me reportan bienestar, pero a veces mis carencias me hacen ser menos feliz y no dudo que haya momentos y días en que no pueda definirme como una persona feliz, no como para entrar al cuadro de honor de los felices, digamos, y es que hay un problema de fondo: no hay criterios que midan este aspecto íntimo, personalísimo; y sí que  hay una enormidad de palabras vertidas como ríos que van a parar al mar, que es la memoria, y el imaginario colectivo. Y seamos francos, eso de la felicidad es un invento reciente, vaya, hace 200 años la idea de la felicidad pasaba por otros tamices y en la edad media era algo que no se preguntaba e incluso en la antigüedad la idea de la felicidad material no había sido acuñada, incluso me llegué a preguntar si en realidad, la idea de la felicidad no estaba sobrevalorada y todos estuviéramos obligados a ser alegres profesionales. Fue entonces que Tolstoi y Wilde me llevaron a la respuesta: el ruso me recordó uno de sus libros más célebres, Resurrección, en la que un noble príncipe ruso purga el abuso sexual que hizo de una campesina a la que el destino la lleva a convertirse en prostituta que en ejercicio de su oficio mata a un cliente que se le quería ir sin pagar, el propio corruptor se encuentra entre el jurado que la sentencia a deportación a Siberia y el abandona todo para seguirla, cuando la encuentra en prisión, ella rechaza el sacrificio y ambos quedan en la santidad del sufrimiento que mal podemos llamar felicidad. Y por el otro, Óscar Wilde nomás me tiró una frase: “La vida no es justa, lo cual es bastante bueno para muchos de nosotros”, es decir, quién puede decirme qué tan feliz soy o si merezco serlo. Tiré a la basura mi bien trabajada definición y me propuse más bien un principio recordando que no es lo mismo lo intangible que lo inconmensurable; que desde luego que lo que no puede ser visto existe, como la felicidad, pero no todo lo que existe puede ser medido, como la felicidad y he aquí el feliz descubrimiento, por eso se inventaron criterios como el PIB o como el índice de desarrollo humano, porque pueden medir riqueza, desigualdad, consumo, pero no felicidad, porque esa no puede ser medida.

    Feliz de mí, espero que cuando vengan las nuevas mediciones sobre la economía nacional y resultemos todos ricos en felicidad, no me importe tener que trabajar el doble de horas para recuperar la cuarta parte del dinero que ahora puedo tener y con ello tratar de comprar lo mismo, total, solo será cosa de modificar mis parámetros.

 

@cesarbc70

 

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