No está resultando fácil, claro que no, la vida no está siendo nada fácil porque hay algo que ya se nos rompió entre las manos: lo cotidiano. Todos los mamíferos, como especie evolucionada tenemos una relación íntima con nuestras rutinas, nos dan certeza, nos ayudan a asumirnos en el mundo y nos permiten pensar con cierto grado de certeza en el mañana que es, por sí mismo, misterioso y enigmático. Y eso se nos rompió porque estamos perdiendo nuestros asideros.
Primero, estamos en presencia de una disonancia cognitiva, una distancia evidente entre la realidad que existe y la que percibimos; en nuestra sociedad vivimos de un lado quienes pasamos la cuarentena en la mayor grado de aislamiento posible, quienes no pueden hacerlo porque deben salir a ganarse la vida, y por último quienes no creen que puedan enfermar o que esto es algo que está sucediendo en una sociedad o en un momento muy lejano. Una autoridad sanitaria que debuta en revistas de sociales y un modelo de interpretación de datos en el que los ciudadanos solemos multiplicar por seis y ocho para tener una aproximación más probable de la realidad; segundo, porque a cambio de la ruptura de nuestras costumbres no estamos sintiéndonos gratificados, es decir, no necesitamos que nos digan que para ahorrar comamos poquito pero sano, que para que un crédito dure no hay que contratar ingenieros sino maestros albañiles y eso no solo porque todos queremos comer lo mejor de lo que podamos disponer y porque la mayor parte de la población sabe la diferencia entre un albañil y un ingeniero y entre una cuadrilla de trabajadores y una constructora, lo que queremos es que con la mejor información disponible se tomen las mejores decisiones. Nos hace falta saber la ruta por la que supone que saldremos de la crisis; no estamos siendo gratificados porque lo que recibimos a cambio del esfuerzo es un decreto que jurídicamente no se sostiene, literalmente no se entiende y en lugar de dar certeza, acrecienta el miedo. En este país la palabra “voluntariamente” suele ser peligrosa y oculta oscuras y veladas amenazas y es que ningún funcionario tiene porque “donar” parte de su salario, eso resulta una privación ilegal del salario y nadie quiere héroes en el gobierno sino trabajadores que devenguen lo justo y no sean privados de lo mínimo que la ley les garantiza; fuera de ello está la ruptura del cotidiano, del orden, de la legalidad.
Sin embargo, la sociedad mexicana tiene una amplia experiencia supliendo a sus autoridades, es decir, nos hemos organizado, bien o mal, como hemos podido durante décadas para salir adelante de inundaciones, terremotos, crisis económicas y cualesquiera otras desgracias; esta vez está volviendo a suceder pero encuentro en ello tanto la ventaja que permitirá que esta organización de cadenas productivas con contactos sin intermediario entre productor y consumidor, entre prestadores de servicios y quienes los requieren, la conquista de las redes sociales como centros abiertos de negocios e intercambio solidario de publicidad, como el riesgo de que las autoridades pierdan las bases sociales que los llevaron al poder. Si vamos saliendo como podemos con nuestra organización ¿por qué no íbamos a preguntarnos ahora sobre la eficiencia y el carácter de la representatividad de quienes gobiernan o legislan?, como decía mi abuela, ahora que el tío Emigdio me ha recordado que no la había mencionado, “hay quienes no necesitan vejigas para nadar”, la sociedad mexicana está entre ellos.
Es cierto que a muchos nos preocupa el contagio y la mortalidad que la epidemia está causando y nos preocupa más la crisis evidente que no se palia creando empleos por decreto, en esta ocasión de manera literal y no metafórica, una crisis económica que pasa por el inicio de la devaluación y desuso paulatino del petróleo, por ejemplo, o las nuevas bases de una política fiscal de apoyo y reconstrucción; pero, en verdad, lo más preocupante es un escenario de un gobierno que pierda su base popular, la enorme, gigantesca legitimidad electoral que se ganó a la buena y que debemos reconocer. Perdón, pero hasta los adversarios más terribles, deben saber que a nadie conviene un gobierno débil o inestable; que a nadie conviene que el gobierno salga mal librado de este trance porque los más perjudicados seríamos los ciudadanos; porque todos debiéramos convenir en que en una democracia no hay adversarios, hay opositores y eso es bueno para cualquier desarrollo político.
Me he puesto a imaginar el mundo como será en doscientos años y después de los datos que me van cayendo no me queda otra que imaginar que habremos de recoger las ruinas de este mundo que nos dejaron para irnos internando en una especie de edad media, harta de una globalización injusta y aprovechada, dirigidos a una sociedad en la que la representación política como hoy la conocemos se viera olvidada para remitir hacia formas de organización más simples, más de base, en fin, un mundo más al alcance de la mano, más pequeño, más humano.
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