No todo es aislamiento y sana distancia. Antes de que olvidemos los temas que debemos mantener presentes, reunámonos en el hogar y contemos cuentos, como antes, comencemos con una historia vieja, muy conocida. Abraham está frente a Dios que le revela su intención de destruir Sodoma, el viejo siervo le pregunta si matará al justo con el perverso, si acaso hubiera cincuenta justos en toda la ciudad, ¿no perdonaría a la ciudad por amor a ellos? Y Dios concede. Pero claro, Abraham sabe con quién vive y sabe que ha puesto la meta muy alta… ¿y si fueran cuarenta?, por amor a cuarenta tampoco lo haría, el patriarca sigue dudoso y va negociando la cuenta hasta llegar a diez. Dos días después la ciudad era destruida. Claro, no había ni diez que merecieran llamarse justos y es que, bueno, puestos a pensar no hay nunca alguien que esté del todo limpio de culpas. Otro profeta, éste secular pero igual conocedor del alma humana, Óscar Wilde, decía que la vida no es justa, lo cual es bueno para muchos de nosotros. Es algo que trato de no olvidar.
En estos días de angustia por el ingreso, por la convivencia forzada, una amiga querida me ha dicho que es víctima de violencia en su hogar, que implica a un pequeño de brazos. Al recurrir a las redes de mujeres que siempre están dispuestas a ayudar, me entero que la cuarentena está aumentando exponencialmente la violencia contra las mujeres. Hace apenas unos días las mujeres habían logrado éxitos indiscutibles, apenas hace unos días lograron hacer historia y eso deja huella, somos muchos, miles, millones los hombres que recibimos lecciones que no podremos olvidar; cosas que han cambiado en el imaginario colectivo, que tardarán en sentirse en realidades directas pero que ya está aquí, entre nosotros.
La primera es que en efecto, los hombres tenemos miedo; ese terror cerval a lo desconocido que pasa por las etapas desde lo más banal, como los formatos para el ligue, hasta lo más trascendente, como la educación de los hijos y la recomposición de la vida de pareja o las relaciones laborales y es que, a todas luces, para muchos es difícil saber qué es lo que se espera de nosotros y lo que se espera, señores, es la construcción de una nueva forma de ver el mundo, lo radical, digamos, lo que parece imposible pero que se puede porque es necesario.
Como se lee, esto no es un movimiento, es una revolución y a esa palabra le tenemos pavor, tanto que el gobierno actual prefirió llamarse 4T y no 4R por no invocar fantasmas indeseables. Lo que se exige de hombres y mujeres ahora es la destrucción de los viejos estereotipos, de las conductas manidas y torcidas por el uso. Lo que se exige es un esfuerzo de igualdad que, por mucho que queramos, no estamos dispuestos a comprender del todo y menos a ejercitar. Se trata de levantar nuevos acuerdos, entender que las mujeres son dueñas de sus cuerpos, el principal y más elemental de los derechos, que si ella dice no, es no, así nomás porque no le da la gana y listo; ello significa que el tema del aborto no puede entenderse sino en razón de ese poder soberano de la mujer sobre su cuerpo; que considerar que procesos naturales del cuerpo de la mujer como la lactancia o la menstruación son socialmente inaceptables o formas de discapacidad temporal es absurdo y vergonzante; que el chiste, la broma y la frase hecha no son nunca inocentes sino son las armas arrojadizas de los vencidos. En suma, que el cuerpo de las mujeres es tan suyo como lo ha sido el de los hombres para ellos durante siglos.
Pero ahí no para la cosa. Se exige de la sociedad, de mujeres y hombres, nuevos criterios y conductas en los procesos de producción, digámoslo de una vez aunque pongan cara de asco los paladines de la modernidad: de explotación y de redistribución de la riqueza; cosas básicas como el cumplimiento del principio básico de salario igual para trabajo igual, idéntico acceso a los círculos de toma de decisión y eso, con el tiempo, significa la destrucción de los principios de diferenciación hasta el momento de la normalización de los empleos y las oportunidades para mujeres y hombres. A las sociedades les encanta hacer como que no ven, pero seamos francos, en este país es una desventaja ser indígena y si se añade el hecho de ser mujer, entonces estamos hablando prácticamente de realidades paralelas; se trata de que no explotemos a las trabajadoras domésticas como si fueran esclavas, que no pensemos que el poder, la edad y la masculinidad son monedas de cambio o capitales para obtener favores sexuales, que las tratemos como tratamos a un compadre o a un amigo, para ponerlo en el más burdo y barato de los lenguajes.
Vamos quitándonos las máscaras y echando por tierra la doble moral. Si nos está viendo el patriarca Abraham desde allá arriba y capaz que si pregunta si por diez no perdonaría a todos, el altísimo preferiría no darle respuesta. No hay uno sólo que sea justo y no porque no queramos, sino porque así nos educaron y no nuestros padres sino nuestros libros y nuestras costumbres milenarias y porque solo los hombres que hacen ejercicio cotidiano de conciencia, de ejercicio voluntario de cada día, solo esos pueden decir que en realidad están haciendo algo.
César Benedicto Callejas
Escritor y abogado
@cesarbc70
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