Durante la mayor parte de mi vida he sido habitante de la Ciudad de México. Éste es mi hogar. Mi mente está llena de recuerdos suyos, sin importar dónde vaya o por cuánto tiempo. Tengo tanto tiempo aquí que, como decía Alfonso Reyes, llevo la X en la frente. Se me nota lo mexicano y también lo chilango. Es una ciudad que amo y que aborrezco a veces, pero siempre me es entrañable. Resguardo lugares de ella, como el Audiorama de Chapultepec, que no sé si todavía existe.
Tengo presente detalles como la cabeza de serpiente en el Museo de la Ciudad o el relieve que corona la puerta principal de la Catedral Metropolitana (Pedro guiando la nave de la Iglesia). El relieve de esta última data del siglo XVII y ha visto de todo. Sigue ahí, como muchas cosas de nuestra urbe, y después de tanto siglo, me pregunto si sabe el viejo santo a dónde va la nave, que parece querer navegar hacia la eternidad. Me lo pregunto hoy, que las mujeres han detenido la marcha de los relojes, presas de un miedo al que han decidido hacer frente, cuando en una manifestación gigantesca hemos declarado que no habrá paz sin igualdad. Me lo pregunto cuando hace apenas unos días, un príncipe de la Iglesia, emérito de Guadalajara, se ha animado a afirmar, como si sus palabras fueran verdades absolutas, que el paro no merece ser apoyado porque son más los hombres que las mujeres asesinadas; porque son más los abortos que las mujeres llevadas a la muerte por feminicidios –eso sin contar con que las abortistas organizan el movimiento y reciben dinero de “afuera”–; y porque el movimiento busca enfrentar a hombres contra mujeres.
Ante el tamaño de semejantes afirmaciones quedan solo tres opciones: la primera, pasar por alto el comentario, pero el problema es de quién viene; la segunda, dado que no ofrece ningún razonamiento, prueba o argumentación alguna, tener claridad que sus afirmaciones parten de la ignorancia, aunque el hombre no pueda ser un ignorante y sea inaudito que alguien con su edad y en su circunstancia lo sea; y la tercera, que la seguridad de sus afirmaciones nazca de una concepción que cree tener argumentos de autoridad, es decir, que el prelado sigue creyendo que es una autoridad en materia moral y de fe (ésta me parece la opción más convincente pero también la más peligrosa).
La afirmación del Arzobispo nace de una concepción decimonónica. La infalibilidad papal fue declarada apenas en 1870, pero se refiere solo al Papa y solo cuando se trata de toda la Iglesia Católica en materia de fe o moral y para poner punto final, definitorio, a un asunto; no es el caso, pero el sacerdote aludido conserva la mentalidad medieval en la que se supone que la Iglesia no tiene necesidad de entrar al debate porque representa la conciencia de sus fieles y habla por ellos sin que pueda ser cuestionado. Eso resulta dramático en un país en el que todavía las cifras oficiales del censo de 2010 indican que el 97.28% de la población declaró tener alguna creencia religiosa y entre ellos el 89.3% afirmaron ser católicos. En su creencia firme, Sandoval piensa que de verdad representa o guía de alguna manera a esa mayoría de nuestra población. Pero la realidad es distinta.
La Iglesia Católica se enfrenta a un hecho que el Vaticano ya vio, pero que aquí pasa desapercibido: la necesidad de pulsar la realidad, de confrontar las viejas creencias con lo que la gente necesita. La crisis de la Iglesia lo es de fe porque lo es de dirigencia. El catolicismo mexicano no es monolítico. Lejos están las parroquias de los núcleos urbanos de los pueblos con menos ingresos; lejos también, las parroquias que están en contacto permanente con otras denominaciones cristianas y las que conviven con sincretismos afromexicanos y creencias prehispánicas. Lejos está, pues, la Iglesia de don Samuel Ruiz de la del Cardenal Sandoval; muy lejos está la Iglesia de Solalinde de la de Marcial Maciel; lejos está la Iglesia de hoy de la que enfrentó a las dictaduras en Sudamérica, como la Vicaría de la Solidaridad en Chile o la teología de la liberación de Ernesto Cardenal de quien hace unos días todavía llorábamos su partida.
El hecho es que la Iglesia católica se está dejando matar de bala perdida, sin mártires de la fe, por ejecutores de la desdicha y el silencio. Escucho esas declaraciones y me pregunto cuántas de esas mujeres al momento de la tortura clamaron a Dios; cuántas de ellas habían pedido la bendición de su madre o de sus hijos antes de salir de casa por última vez y todo para que un sujeto con título cardenalicio se atreva a afirmar lo que no debe, diciendo lo que no sabe y todo porque nadie le ha dicho que después de la Edad Media vino el renacimiento, de igual forma nadie le ha recordado que luego vino la secularización, que el papa León XII hace más de cien años redactó una encíclica sobre derechos laborales y que el concilio Vaticano II de Juan XXIII y Pablo VI reconocieron la necesidad de la Iglesia para dialogar con el mundo actual. Nada de eso le ha importado al Arzobispo y lo peor es que no escucho una voz sensata dentro de la Iglesia que se presente a un diálogo razonable; tal vez exista, pero mientras no se pronuncie, seguramente el relieve referido de la Catedral seguirá ahí, sin saber hacia dónde va tirando.
Párpados en las orejas
Desde niño siempre me pregunté por qué no tenemos los humanos párpados en las orejas. Aparentemente se trata de...
julio 21, 2020La parábola del cuchillo, la espada y la guadaña
Durante muchos años de mi vida he sido lector de Alfonso Reyes. Lo descubrí hacia los diecisiete años, leyendo...
julio 14, 2020Las utopías de Morricone
Así las cosas, con estas modas que ya no están en las carteleras de los cines sino en las...
julio 7, 2020Farabeuf en nuestros días
A veces parece que tuviéramos más tiempo, en cierta forma es verdad: no nos trasladamos, comemos en casa, las...
junio 30, 2020