El humor del Kamikaze

Esto apenas comienza y las notas tradicionales de la mexicanidad se asoman curiosas y hasta desafiantes. Ya se sabe, desde nuestro negro, a veces negrísimo,...

25 de marzo, 2020

Esto apenas comienza y las notas tradicionales de la mexicanidad se asoman curiosas y hasta desafiantes. Ya se sabe, desde nuestro negro, a veces negrísimo, sentido del humor –que, bromas aparte, nos ha permitido sobrevivir a las más temibles tragedias naturales y también políticas–, hasta la también baladronada mexicanísima de retar a la muerte y pensar que no nos pasa nada porque para eso somos muy machos y lo que ha de pasar, pasará; también, ya se sabe, que tizne a quien le toque tiznarse. Así somos, ¡qué se le va a hacer! Pero si lo pensamos con calma, el sentido del humor es un mecanismo de defensa poderosísimo. 

Hace algunos años la peculiar y magnífica editorial Capitán Swing publicó Heil Hitler, el cerdo está muerto de Rudolph Herzog  (hijo del famoso cineasta Werner). El libro trata sobre el humor y la comicidad en tiempos del Tercer Reich. Resulta que en tiempos de Hitler –de quien no sabíamos que tuviera algún sentido del humor–, la comicidad y el chiste eran mecanismos de evasión de la realidad, y que muy pocos cómicos fueron perseguidos por su oficio. Esta válvula de presión iba desde los pocos resistentes que hubo en la sociedad de su tiempo, hasta las barracas de Auschwitz y Mautthausen; por ejemplo, cito de memoria: dos judíos en un campo de concentración son avisados por el kapo de la barraca que van a ser ejecutados, les informa que en cualquier momento van a fusilarlos, minutos después el mismo criminal les dice que más bien los van a ahorcar, un judío con una media sonrisa le dice al otro “ves, te lo dije, van perdiendo la guerra, seguro ya ni balas tienen…”. Así nos defendemos los seres humanos de la desgracia. Quienes tenemos edad suficiente y vivimos los aciagos días del terremoto de 1985, antes de los memes y la posverdad, sabemos que los chistes comenzaron a circular de boca a boca apenas unas horas después de ocurrida la tragedia. Y así nos vamos, llorando la hermosa vida, dice Sabines.

    Por eso no me asusta que nos tomemos a guasa, a chunga, todo esto de la pandemia, o que ya se vendan coronavirus de plástico en la Ciudad y que nos pitorreemos de la convivencia obligada. Creo, con buena y sincera fe, que por ejemplo, el asunto de los escapularios del Sagrado Corazón con que el jefe del Ejecutivo dice que se ha hecho un escudo, es en realidad una frasecita para romper la tensión, para hacer menos amargo el momento. Esto sí que lo digo en serio, el hecho es que no estamos para chistes, no de quien esperamos que tenga a la mano la respuesta. Hace unos minutos escuché a Fernández Noroña decir que no le va a dar la chingadera y que si le da seguro no le pasa nada y que si le pasa… pues ya le pasó; ese humor del kamikaze no es humor viniendo de quien viene, es crear tensión donde debería haber tranquilidad.

    Ya me imagino yo, que desconozco todo sobre el sentido del humor de los japoneses y más de los que vivieron la Segunda Guerra Mundial, que algún kamikaze, esos guerreros del viento que hacían estallar sus aviones contra los barcos norteamericanos, cubrirse bien con la bufanda de seda antes de subir al zero –así  les decíamos a sus aeronaves los niños de la guerra fría que todavía veíamos “Combate”, el épico programa de aquella guerra– para que no les fuera a calar el frío. Claro que Fernández Noroña podría haber hecho una broma así, pero no el Emperador, no el general Yamamoto, de ellos se esperaba el canto de la victoria.

    Pero mantengamos la cordura. Es falso que no haya provisión de instrucciones para contener la epidemia. Lo que no entiendo, y no respecto de las autoridades sino de la sociedad, de todos nosotros, es nuestra enferma pasión por el rumor, el chisme y el alarmismo, gracias a los cuales nos da por hacer caso a los rumores, las “fake news”, la nota alarmista proveniente de Whatsapp, Facebook, Twitter y del Tiktok, augures baratos al uso de quien quiere tomarlos. Lo anterior no tiene caso en virtud de que la Organización Mundial de la Salud ha reconocido abiertamente que los pasos tomados por el gobierno mexicano van bien encaminados a contener la propagación del virus y las decisiones se están tomando en el amargo y precario equilibrio entre la salud física y la económica de quienes no tenemos de otra que salir a la calle a buscarnos la vida, 

 

Ya me sé la historia de la desconfianza endémica respecto de la sociedad mexicana y cualesquiera gobiernos federales, locales, municipales, presentes o anteriores, si la burra no era arisca. También claro que es más fácil hacerse partícipe de la noticia difundiendo lo que pensamos que es de primera mano, y no es más que un audio mal intencionado de un supuesto contacto del gobierno local al que le han pasado el ultrasecreto “tip” del desabasto y fiel a su discreción privilegiada, lo pone a disposición de las redes sociales. Cabe destacar la broma que dice que se puede matar a un virus haciendo gárgaras de bicarbonato o vaya que en Israel no hay coronavirus porque todos –y conste que todos– los israelíes se beben un vasito de agua tibia con limón por las noches y juro por mis más augustos antepasados que ninguno de mis amigos por esas lejanas tierras, ni árabes, ni judíos, ni cristianos o musulmanes hacen semejante cosa y los que lo hacen, seguro, será para bajar de peso, pero no para frenar la epidemia.

    Claro que hay derecho al chiste. Me ha llegado un vídeo de un pobre mallorquino que lleva dos días de encierro y grita por la ventana a voz en cuello que lo saquen de ahí porque ya no aguanta a su mujer. Por supuesto, tenemos el supremo recurso de la risa. Me saca la carcajada el meme de la chica que la han cortejado, ya no con un diamante, sino con una docena de rollos de papel higiénico. Pero no hay derecho a hacer sentir culpable al que tiene que seguir saliendo a la calle a buscar su sustento. Hace apenas unos días he visto a un vendedor de tacos de canasta, de esos que hay miles en nuestra ciudad, que establece su bicicleta en la esquina de mi casa a las once de la mañana –hora  en que, ¡oh infausto de mí!, tuve que salir a hacer unas diligencias–, cuando ya acostumbra haber terminado su mercancía, tocar de puerta en puerta ofreciendo su vianda porque, bueno, el apetito de sus vástagos poco tiene que ver con la pandemia. 

Hay un regusto de lucha de clases entre los programas de radio que anuncian la necesidad perentoria del encierro total, que llaman a la solidaridad de todos en esta hora terrible y que poco hacen por preguntarse de qué vamos a vivir los muchos, muchísimos que estamos entre el virus y la pared  –¡venga!, sin pena acepte que el chiste ha salido bueno–. A lo que no hay derecho es a enfrentarnos sin andamiaje científico, acusando a los demás de tampoco tenerlo, para cuestionar a la autoridad que tiene la obligación de tomar las decisiones más graves en este momento.

    Así pues, como diría mi sacrosanta y sabia abuela, nos estamos sosiegos todos. Esperamos de las autoridades mensajes más claros y que no sean contradictorios. Esperamos de los comunicadores serenidad y comprensión para quienes parar su actividad es un lujo y de la sociedad, de todos nosotros, pues… ¡venga!, que nos sigamos riendo un poco porque, a final de cuentas, como es la tradición nacional, de ésta seguro que también salimos… y, ¡por favor!, lávese las manos.

 

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