Si usted sospecha que su cura hace cosas raras a solas cada noche, tranquilícese; tal vez está construyendo un telescopio.
En especial si su párroco es Robert Evans. Evans estudio historia y filosofía en una universidad de su natal Australia. Pero no solo se formó académicamente sino también en la antigua Iglesia Metodista Australiana (ahora fusionada con otras denominaciones en la Iglesia Unida de Australia) donde dedicó varias décadas como pastor itinerante, es decir que permanecía asignado junto con su familia algunos años en una parroquia y luego era trasladado a otra. Además de su familia y mascotas varias, cada mudanza incluía telescopios cada vez más potentes, algunos construidos por él mismo. En 1955 construyó el primero e inicio su búsqueda de supernovas, las inmensas estrellas que al final de su existencia explotan y se expanden con niveles de luminosidad inmensos. Durante años su portentosa memoria y su constancia lo lanzaron al estrellato, nunca mejor dicho, de la ciencia. Oliver Sacks en Un antropólogo en Marte describe las habilidades de Evans como memoria fotográfica. Y no es para menos, durante horas de observación astronómica logró identificar y distinguir la posición de cientos de estrellas. Bill Bryson en su estupendo Breve historia de casi todas las cosas, lo describe como un hombre amable y brillante. No es para menos. Sus contribuciones a la teología, la historia del cristianismo australiano, la astronomía y la divulgación científica son notables.
Aunque sin duda alguna lo que desconcierta más a quienes conocen por vez primera su trayectoria es que en realidad su formación científica no sea la esperada. Que no sea un profesional de la ciencia con doctorados y decenas de hojas en su Currículum Vitae. De él se dice que es un científico, amateur. Eso es como decirle Jar Jar Binks si el mundo de la ciencia fuera Star Wars. Sin embargo, amateur significa que es algo que se hace por amor al arte; a la ciencia en este caso. Y el pastor Evans está lejos de ser el primero o el último que ha amado a la ciencia haciéndola. Gregor Mendel, Joseph Priestley y Michael Faraday, entre otros habitantes de sus libros de secundaria, estudioso lector, lectora de Ruiz Healy Times, fueron en realidad científicos amateurs.
Sin embargo el mito de la inaccesibilidad ciudadana para hacer ciencia es generalizado. Daniel Koshland de la Universidad de California en Berkley y editor en jefe de la revista Science de 1985 a 1995, publicó un artículo editorial en 1992 dando a entender que el trabajo romántico de la gente común en ciencia había terminado. Los grandes proyectos como los aceleradores de partículas dominarían la escena. Y eso que Google aún no existía. La opinión apareció, paradójicamente en la revista Science fundada por otro amateur de la ciencia, Thomas Alva Edison. Claro que Koshland se refería a la Big Science que no solo deja fuera a los amateurs, también a las universidades pequeñas y a los países pequeños. Thomas Huges les llamó sistemas tecnológicos e incluyen las firmas manufactureras, las entidades financieras, las estructuras políticas y legislativas, libros, artículos, y los medios de enseñanza e investigación, y todo lo que se le pegue. Son tan grandes y tan complejos que difícilmente un científico amateur puede influir. Bueno eso dicen.
El mismo año que Koshland despotricaba contra los aficionados de la ciencia llegó a cartelera El aceite de Lorenzo. Dirigida por el ecuánime Geroge Miller, el mismo de Mad Max y Babe el puerquito valiente. Actuada por Susan Sarandón y un sobrio (en todos los sentidos) Nick Nolte, la película narra la manera en que un matrimonio sin formación científica alguna busca una posible cura para una enfermedad metabólica de su hijo. El hijo y la cura están en el título. La enfermedad hace que las neuronas y nervios pierdan la capa grasa que las cubre y con ellas la trasmisión nerviosa. El control muscular se pierde poco a poco hasta la muerte. El caso fue real y la pareja eran Augusto y Michaela Odone El aceite de Lorenzo también es real. Hugo W. Moser y un amplio equipo publicaron en 2005 en la revista Archives of Neurolgy el seguimiento de niños portadores de la enfermedad y consumidores del aceite. Solo el 24 % desarrollaron síntomas.
Tal vez la ciencia individual y amateur nunca se fue. Pero sin duda, está de regreso. Hace unas semanas un joven canadiense se hizo famoso por “descubrir” una pirámide maya desde su escritorio correlacionándola con la posición de las estrellas. Los medios lo ensalzaron, los antropólogos y arqueo astrónomos le gruñeron y todos lo bulearon. Pero el chamaco, llamado William Gadoury en realidad participaba de una feria de ciencias con su proyecto. Le faltaban antecedentes y tenía fallos metodológicos (muchos profesionales de la ciencia también los tienen), y en realidad todo indica que su hipótesis es incorrecta. Pero el caso permite ver que la ciencia amateur está de vuelta. Al menos en algunos campos. Y los aficionados más jóvenes lo saben. Internet permite el acceso a fuentes de información que antes requerían el concurso de cientos de herramientas y profesionales.
Por ejemplo en la Feria Internacional de Ciencia e Ingeniería miles de estudiantes de todo el mundo sorprenden con sus trabajos y muchos están más allá del sistema solar hecho de piezas de plastilina (recicladas de la maqueta de la célula). Las ferias de robótica y programación dan cuenta del entusiasmo por muchos campos. En México carecemos de estas ferias; nos centramos en las olimpiadas del conocimiento que son competencias de memoria más cercanas a los concursos televisivos que a la generación de conocimientos. Y sin duda lejos del amor amateur.
El antropólogo chileno Claudio Lomnitz publicó hace unas semanas en La Jornada una compleja, quejosa e inescrutable columna de opinión sobre la actividad académica, en la que decía que muchos científicos buscan engordar el currículo a como dé lugar en vez de que sea consecuencia del trabajo. Tal vez es tiempo de regresar a lo básico. A sorprender niños, a fomentar pasiones. A mirar con nuestros hijos un hilo de hormigas y una supernova desde el atrio de una iglesia.
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