Lo que el mundo de la empresa debe cambiar ante el advenimiento de la 4T

Las organizaciones no pueden disponer de las virtudes que les resultan más importantes y necesarias. Las más sabias aceptan que hay una gran diferencia entre...

7 de enero, 2020

Las organizaciones no pueden disponer de las virtudes que les resultan más importantes y necesarias. Las más sabias aceptan que hay una gran diferencia entre las virtudes que les gustaría tener y las que efectivamente obtienen de sus trabajadores, y aprenden a convivir con esa inevitable indigencia de cualidades humanas fundamentales para su funcionamiento y crecimiento, sin intentar sustituirlas por otras más simples, como apunta Luigino Bruni en su reciente libro Virtudes y vicios del mercado (2018). La primera sabiduría de toda institución consiste en reconocer que no tiene el control sobre el alma de sus miembros –incluyendo la 4T, en la que su líder no debe pretender el control de la vida nacional desde la presidencia-. Y toda  virtud es, ante todo, cuestión del alma. Cuando no se reconoce o se niega, las empresas y otras organizaciones no se detienen ante el umbral del misterio del trabajador-persona e intentan hacer todo lo posible para colmar ese desfase.

Continúa diciendo Bruni que una de las pobrezas más graves de nuestro tiempo es la impresionante disminución de esa forma de sabiduría institucional, entre otras cosas, porque se presenta en forma de riqueza –como titula José Luis Lucas su libro La creación de riqueza, quien por otro lado, tiene aportaciones muy sugerentes-. Por eso, en lugar de combatir contra ella, se la alimenta.

En la vida asociada, esta diferencia entre las virtudes exigidas a los miembros y las virtudes de que disponen ha sido siempre una constante, sobretodo en Occidente. Todas las instituciones buenas han mendigado virtudes. Los monasterios, los gobiernos e incluso los ejércitos –especialmente en nuestro país- tienen una necesidad esencial de las virtudes más altas de las personas, pero sabían que no podían obtenerlas mediante el mando o la fuerza –error de nuestro Secretario de Seguridad-. Hoy esta antigua y sabia percepción se ha eclipsado casi totalmente. Esta es la novedad, sobre todo en el mundo de las grandes empresas, que cada vez están más convencidas de que han inventado herramientas y técnicas que les permiten obtener de sus trabajadores todas las virtudes que necesitan –toda su inteligencia, sus fuerzas y su corazón-, sin necesidad de recurrir a la fuerza y mucho menos al don. Y en realidad lo que acaban encontrando son pseudovirtudes.

Esta destrucción en masa de las virtudes tiene –a juicio de Bruni- mucho que ver con la ideología del incentivo. La cultura que se practica en las grandes empresas, sobretodo en la dirección, se está convirtiendo en un culto perpetuo al dios incentivo, un credo a toda regla, cuyo dogma principal es la convicción de que es posible obtener la excelencia de las personas si se las remunera adecuadamente. La meritocracia nace de una alianza con la ideología del incentivo –en especial, el económico o material-: para reconocer el mérito se monta todo un sistema de incentivos, cada vez más sofisticado, diseñado a la medida, para obtener lo máximo de cada persona, todo si es posible. La idea consiste en “encantar” a las personas con incentivos para que den libremente lo mejor de sí mismas (no olvidemos que las palabras incentivo, encantamiento y encantador de serpientes no tienen la misma raíz). Pero, en realidad, el incentivo no es un instrumento adecuado –señala Bruni- para crear y fortalecer las virtudes, sino que generalmente las destruye, pues reduce drásticamente la libertad de las personas.

El incentivo, sobre todo el de última generación, diseñado al servicio de la “dirección por objetivos”, por ejemplo, se presenta como un contrato (y efectivamente lo es) y, en cuanto tal, como una de las máximas expresiones de la “libertad moderna”. Pero, bien visto, la libertad de la cultura del incentivo no tiene nada que ver con la libertad necesaria para el desarrollo y fortalecimiento de las virtudes de las personas. La libertad del incentivo –continúa nuestro autor- es una libertad auxiliar, pequeña, en función de los objetivos planteados e impuestos por la dirección de la empresa. Es una libertad menor, que  se parece mucho a la de un pájaro dentro de una jaula o a la de los leones en el zoológico. Pero, a diferencia de los animales, nosotros –al igual que Bruni- nos creemos que entramos libremente en las jaulas y en los parques naturales, cuando en realidad entramos hechizados por la flauta encantadora (de los incentivos) y ya no salimos de ahí. Todo esto lleva a una pérdida en la vida de las virtudes y la línea vital de las personas.

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