Menciona Luis María Caballero en su libro La confianza como base de la relación empresa-Estado (Cuaderno 115 Instituto Empresa y Humanismo, Pamplona, 2011), que el prestigiado sociólogo Francis Fukuyama desarrolla una teoría que sostiene que en las sociedades que él llama “familiaristas” (cita entre ellas a China, a Francia y a Italia) “… el camino primordial hacia la sociabilidad reside en la familia…”, y afirma también que “las sociedades familiaristas suelen contar con asociaciones voluntarias débiles debido a que no tienen ninguna base para confiar los unos en los otros”. De esta elaboración intelectual deduce que en las naciones “familiaristas” resulta mucho más difícil el florecimiento de grandes empresas. Si bien del modo en que Fukuyama plantea los hechos podría interpretarse que este tipo de sociedades tienen una desventaja a la hora de emprender respecto de las que no son familiaristas, una interpretación más profunda podría llegar a la conclusión opuesta. Una sociedad en la que las reglas de juego no están claras, o en la que el Estado no se ha hecho a sí mismo confiable, es un obstáculo para quien quiere desarrollar un negocio, y a causa de ello, naturalmente, capital y trabajo habrán de replegarse en el ámbito familiar para lograr seguridad, puesto que la familia es “donde el hombre se relaciona con sus iguales más próximos, donde sus relaciones no son primariamente interesadas, porque están imbuidas, naturalmente, de atención y amor”. Por el contrario, en una sociedad donde el marco jurídico y político son claros y tienden al bien común, el ser “familiarista” será un beneficio, pues no significa renunciar al ámbito de confianza propio de la familia sino que permitirá ampliar ese círculo de confianza. De este modo, el hecho de ser “familiarista”, lejos de ser perjudicial, se convertiría para los países de la región hispanoamericana en una clara ventaja si lograra establecer un marco de confianza básico entre el Estado y el sector privado, la empresa. No parece superfluo expresar que sería incorrecto pretender agotar el papel de la empresa en la mera producción de bienes o servicios. No puede considerarse tampoco que la empresa posea como único fin el de ganar dinero. Por el contrario, sin lugar a dudas la empresa posee un papel muy importante en la construcción de la sociedad. “Cuando se confunde el simple enriquecimiento con la economía, se trastoca también el orden de los subsistemas sociales. Fácilmente se corrompe el derecho y la política, persiguiendo intereses individualistas… En cambio, el sistema social cumple su función cuando la economía queda subordinada al derecho y a la política, y éstos, a su vez, quedan dirigidos por la ética”. Pese a lo que podría parecer a simple vista, la confianza es especialmente imprescindible en las actuales sociedades, cada vez más tecnificadas. Fukuyama desarrolla una teoría que sostiene que en las sociedades que él llama “familiaristas” (cita entre ellas a China, a Francia y a Italia, pero podemos incluir en esta categoría también a muchas de las naciones de América Latina) “… el camino primordial (y a menudo único) hacia la sociabilidad reside en la familia…”, y afirma también que “las sociedades familiaristas suelen contar con asociaciones voluntarias débiles debido a que no tienen ninguna base para confiar los unos en los otros”. De esta elaboración intelectual deduce que en las naciones “familiaristas” resulta mucho más difícil el florecimiento de grandes empresas. Si bien del modo en que Fukuyama plantea los hechos podría interpretarse que este tipo de sociedades tienen una desventaja a la hora de emprender respecto de las que no son familiaristas, una interpretación más profunda podría llegar a la conclusión opuesta. Una sociedad en la que las reglas de juego no están claras, o en la que el Estado no se ha hecho a sí mismo confiable, es un obstáculo para quien quiere desarrollar un negocio, y a causa de ello, naturalmente, capital y trabajo habrán dereplegarse en el ámbito familiar para lograr seguridad, puesto que la familia es “donde el hombre se relaciona con sus iguales más próximos, donde sus relaciones no son primariamente interesadas, porque están imbuidas, naturalmente, de atención y amor”
No parece superfluo expresar que sería incorrecto pretender agotar el papel de la empresa en la mera producción de bienes o servicios. No puede considerarse tampoco que la empresa posea como único fin el de ganar dinero. Por el contrario, sin lugar a dudas la empresa posee un papel muy importante en la construcción de la sociedad. “Cuando se confunde el simple enriquecimiento con la economía, se trastoca también el orden de los subsistemas sociales. Fácilmente se corrompe el derecho y la política, persiguiendo intereses individualistas… En cambio, el sistema social cumple su función cuando la economía queda subordinada al derecho y a la política, y éstos, a su vez, quedan dirigidos por la ética”. Pese a lo que podría parecer a simple vista, la confianza es especialmente imprescindible en las actuales sociedades, cada vez más tecnificadas. En efecto, sostiene Grimaldi, en el siglo XIX a un campesino o artesano podía bastarle la confianza en su propio oficio, mientras que en la sociedad post-industrial, la división del trabajo hace que la tarea de cada uno dependa de la de todos los demás. Evidentemente, esa interrelación será fructífera sólo en la medida en que uno pueda, razonablemente, suponer que cada quien cumplirá con su parte del pacto: “cuanto más racionalizado, técnico y sistematizado es el mundo, menos fiable resulta, de modo que cada uno sólo puede confiar en sí mismo al confiar en la buena voluntad de todos los demás”. Se presenta como absolutamente necesaria la clara conciencia de pertenencia a un proyecto común. La confianza, que surge como condición de posibilidad del éxito de una sociedad, requiere a su vez de ese sentido de lo “nuestro” que permite al individuo trascender el “yo” y lo convierte en parte integrante del todo social, que ya no es visto como mera agregación de individuos sino como una entidad que los contiene y los supera al mismo tiempo. Nicolás Grimaldi sostiene asimismo que “…la constancia en la repetición de experiencias comprueba, fortalece, justifica y mantiene nuestra confianza”, y por lo tanto, esa constancia es condición de posibilidad de la existencia de la confianza. Esto es así, pues aún cuando puede existir una confianza espontánea e ingenua, y de hecho la hay, su mantenimiento depende de que esa prestación anticipada sea merecida. “… la virtud que más confianza merece no es… tanto el genio de empezar y maravillar, como la austera magnanimidad de proseguir sin defraudar nunca”. Grimaldi también menciona entre las condiciones de posibilidad de la confianza “que el estado de la sociedad no sea un estado de guerra. Si se supone –como Hobbes– que la relación más originaria entre los hombres es la lucha, cada uno intentará engañar siempre al otro, para dominarle. Si así fuera, cualquier acuerdo, cualquier alianza, cualquier contrato sólo serían tácticos, y la desconfianza sería la forma más sencilla y común de lucidez”.
Grimaldi sostiene que la desconfianza generalizada que hoy se observa sólo sería superable, en primer lugar, “…compartiendo una meta común. Es decir, que todos fuéramos servidores de un mismo ideal… El fundamento de la confianza sería, por tanto, la comunión en el mismo afán, en el mismo ideal”, y en segundo lugar “…a través de la simple solidaridad de intereses… Lo que fundamenta la confianza es la reciprocidad de los compromisos, la comunidad de los intereses y, por ello, la comunidad de los criterios y de los juicios”.
Por último, se puede destacar también como relevante la idea de que “entre la confianza personal y la confianza en las instituciones se debe hablar todavía de la confianza que posibilita la interacción intrasistémica, la confianza entre empresarios y participantes en el mercado, pero sobre todo de la confianza que es imprescindible para el funcionamiento exitoso de una empresa”.
Se ha insistido mucho en que el gobierno ha sembrado la desconfianza social, por lo que las inversiones de los empresarios en 2019 bajaron 4% y en 2020 apenas se estima mejore un 1%, confianza que es indispensable para que los empresarios se animen a invertir. Pero -como señala Grimaldi-, tanto empresarios como sociedad compartimos una meta común, México, en la que los empresarios pueden también poner de su parte para sembrar confianza -no por el gobierno, por el futuro del país, para que la salud social necesaria para convivir en el capitalismo, que menciona Pérez Adán permita una sociedad ya no quizá de confianza -término demasiado ambicioso, dados los términos de polarización social que vive el país-, pero sí de convivencia más pacífica. Es parte del deber de justicia distributiva que le deben al resto de la sociedad, aunque el gobierno con frecuencia no la merezca.
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