Una sombra nos cubrió… (Reflexiones sobre el aborto)

En estos días, en los que en Argentina nos inundaron en torno al aborto tantas controversias, peleas, discusiones...

3 de julio, 2018

En estos días, en los que en Argentina nos inundaron en torno al aborto tantas controversias, peleas, discusiones, enfrentamientos ideológicos, existenciales, filosóficos, religiosos, en las mesas de amigos, por las redes sociales y los medios de comunicación, quiero contar una historia que fue atravesando toda mi vida.

En un lugar destacado de la humilde casa de mi abuela materna estaba la foto de casamiento de la tía Teresita. Bella, joven, de largos cabellos rubios, de impecable traje de novia, del brazo de su marido. Yo la miraba y la admiraba, no la conocía.

Y también la foto de mi primo Ricardito, con su guardapolvo de Primer Grado y su moño a lunares. A pesar de ser pocos años mayor que yo, en mis fotografías de bebé, también estaba Ricardito, que me sostenía en sus brazos. No lo recordaba. Sólo fotos y anécdotas familiares llenas de afectos y nostalgias de los dos cruzaban muchos momentos.

Alrededor de mis trece años, nos llegó la noticia: Ricardito, que vivía por ese entonces en Buenos Aires, nos visitaría y, tal vez, se quedaría a vivir en la ciudad. Aún recuerdo con fidelidad cuando sentada en el umbral de la puerta de mi casa su figura de muchachito apareció a lo lejos y se fue precisando cuando se acercaba. Las lágrimas emocionadas del abrazo de mi mamá y mis grandes expectativas de conocerlo en mi beso de bienvenida.

Un ser dulce, tranquilo, de cara redonda, casi rubio, de voz suave, apacible. Nos hicimos entrañables amigos, desde ese momento y para siempre.

Su presencia despertó en mis jóvenes años muchas preguntas, que mi madre ya no pudo soslayar y la lejana historia familiar empezó a deslizarse.

Mi mamá tenía siete hermanos, la más cercana en edad y su mejor compañera, era Teresita. Vivían juntas todas las experiencias del hogar, de la adolescencia, de los noviazgos. Ella se casó poco antes que mi madre con un hombre de los considerados “un buen partido”. Feliz, empezó su nueva vida junto a él. Tuvieron enseguida un hijo: Ricardito, diminutivo insoslayable del nombre de su padre Ricardo. Pronto éste fue trasladado a una ciudad de la Patagonia argentina: General Roca, destino buscado para realizar la carrera en el Banco de la Nación.

Corría la década del ’40, las comunicaciones no eran tan fluidas ni los traslados tan fáciles… pero pronto la tremenda noticia llegó: Teresita había fallecido. Y, aunque la causa era difícil de decir, se supo: había fallecido en un aborto. Dejaba un bebé de un año, una madre que no tuvo consuelo el resto de su vida y hermanos que nunca pudieron superar su muerte.

Ricardo y Ricardito volvieron a la pampa rica y en medio de dolores y soledades la vida continuó. Ricardito vivió un poco en cada familia, iba recibiendo afectos de más, pero discontinuos. Nunca volvió a sentir que tenía una madre. La suya la había perdido en una práctica clandestina.

Teresita quedó allá, amada y añorada, pero sola, en la inmensidad de mesetas de frío, vientos y nieve.

Cuando yo tenía un poco más de veinte años y Ricardito cerca de sus treinta, tres tíos fueron a buscar sus restos en un interminable y conmovedor viaje en tren.

Para reducirla, los sepultureros sacaron el ataúd, lo abrieron  y se encontraron con una imagen que, contada por los tíos, persiste en mis oídos y en mi mente: su cara casi igual, su cabello rubio como si no hubiese pasado el tiempo y su camisón blanco manchado de sangre. Esta historia, repetida y recordada en la familia, me fue cincelando convicciones que nada ni nadie pudo alterar.

No la pudieron reducir ni traer, el clima la había conservado intacta. ¿Habrá sido el clima o habrá esperado a sus hermanos para darles su último testimonio? Decidieron ponerla en la tierra (de polvo somos y en polvo nos convertiremos) y esperarían una nueva ocasión.

Así, diez años después, viajó a General Roca Ricardito y el menor de los hermanos y en una urna trajeron sus restos, que recibieron sepultura junto a sus padres, mis abuelos, muy cerquita de mi casa. Al ver sus huesos y el dolor aún latente en su hijo y sus hermanos, sentí la misma rebeldía que sentía cada vez que la tristeza atravesaba la mirada de mi primo o la congoja quebraba la voz de mi mamá o de mi abuela.

La tía Teresita estuvo siempre entre nosotros. Su recuerdo y su injusta muerte fue una sombra que permaneció siempre abrazando a la familia.

El 14 de junio de 2018, cuando se aprobó en Argentina por media sanción en la Cámara de Diputados el Proyecto de Ley del aborto legal y seguro, ley a partir de la cual puede llegar a desaparecer esa figura de la clandestinidad que tanto dolor dejó en mi familia y que casi a diario deja en tantas mujeres y familias argentinas, lloré. Lloré y grité: ¡Viva la ley, carajo! Para mi tía, mi primo, mi abuela… es tarde… Para tantas mujeres… ¡un alivio!

Me podrán contraponer mil argumentos, pero los abortos y la clandestinidad, muchas veces seguida de muerte, existen. Sé que en esta pelea instalada entre las mujeres de pañuelos verdes, más liberales y que defienden el aborto seguro, y las de pañuelos celestes, movimiento impulsado fundamentalmente por la Iglesia con la consigna Pro Vida, hay muchos intereses políticos, muchas pujas de poder, muchas ideas controversiales y que no todo es tan blanco ni tan negro. Valoro las convicciones en ambos grupos, mujeres de garra que durante toda una noche de temperaturas bajo cero grado permanecieron en los alrededores del Congreso atentas al debate y esperaron la votación que se produjo pasadas las nueve de la mañana. Pero aquella sombra que cubrió para siempre a mi familia, me hace defender la no penalización y terminar con la figura actual de la clandestinidad. Pienso además que no hay Estado que pueda obligar a una mujer a ser madre y sostener un proyecto de vida que no desea o a una familia a llorar muertes tan injustas.

Por otro lado la sanción de una ley de este tipo sólo otorga derechos, no conlleva para la mujer que no desea abortar ninguna obligación. Hoy falta el tratamiento en la Cámara de Senadores, que comenzará a la brevedad y que podrá darle o no sanción definitiva. Pero cualquiera sea el resultado, el tema, que siempre anduvo en la oscuridad y el silencio, adquirió visibilidad.

Siento que mi abuela Margarita (que siempre nos decía que a los hijos no hay que llorarlos, sino verlos volar su propio vuelo, el que les toque), desde donde está, me guiñó el ojo y que las mujeres de la familia, en cualquier dimensión, nos abrazamos, con la sensación de que detrás de las sombras a veces puede asomar la luz.

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