Caminaba muy lento por la calle de tierra de la humilde barriada. La cabeza gacha mirando mis zapatos Guillermina blancos y mis zoquetes de puntillas era una excusa para meterme dentro de mí sin nada alrededor. El ruido de un carro me desconcentró y traté de darle lugar. Lo conducía el viejo vecino de enfrente, que conocía desde siempre. Sentados atrás iban dos de sus nietos, tan callados, oscuros y enjutos como él.
Extrañamente advertí que en las huellas que el carro dejaba sobre la tierra apenas húmeda empezaba a aparecer un lodo negro, untuoso, cada vez más negro y untuoso. Me asusté. A los dos lados de la calle había zanjas putrefactas que no podía franquear. A mi derecha estaba la precaria vereda cubierta en parte con pasto y con algunos caminos en ladrillos, pero no la podía tomar.
Con enorme preocupación y mucho esmero empecé a caminar sobre ese lodo. No quería resbalar y caerme. No quería ensuciarme. Pero pronto advertí que el barro empezaba a trepar por mis zapatos, mis zoquetes, mis pantorrillas. Parecía que mi cuerpo empezaba a ser una estatua de barro.
Con la respiración entrecortada caminé lentamente sacando cada pie en cada paso de ese lodazal que me atrapaba, inexorablemente.
Llegué al precario puentecito que sorteaba la inmunda zanja y que me podría depositar en la casa. En cada paso la miraba. Era la única casa sólida entre la ranchada de alrededor. No sólo sólida por su construcción de ladrillos, sino porque era la casa de los abuelos viejos. Me gustaba ir a visitarlos. Sentir ese olor a comida casera. Verlos arrugados, sentados a la par en dos sillas petisas de paja, como en tantos momentos de sus sesenta años de vida compartida, conversando, tomando mate, riendo. Ver sus cuerpos pequeños y ya poco ágiles, su sonrisa fácil, sus ojos chiquitos, celestes, chispeantes. Su caricia oportuna. Escuchar sus interminables anécdotas.
Con sumo cuidado dejé el lodazal y subí al puente. Las maderas viejas crujían. Sentí temor. Y un poco de asco por esas botas de barro que el camino me había diseñado. Miré mis pies. Los zapatos blancos escondidos en el barro, ¿eran de mi niñez, de mi adolescencia, de mi adultez? La pregunta fue indescifrable. Percibí que eran un símbolo, zapatos y barro. Un escalofrío recorrió mi médula. No podía ingresar a la casa así sucia.
A un costado del jardín de adelante había una canilla. Hice cupla en su grifo y los giros fueron vanos, el agua no emergía. La desesperación me comía el aire. Me ahogaba de angustia. Ese barro se estaba transformando en parte de mi ser.
Por la vereda, sorteando algunos charcos entre los pastos y los ladrillos, apareció mi prima. La vi radiante, rubia, limpia, inmaculada… como siempre. Me miré y me sentí más oscura, más insignificante. Segura, perfecta, tomó un balde, abrió la canilla y, milagrosamente, vi que se llenaba de agua. Despacito me la fue arrojando sobre los pies. Vi cómo el barro se iba disolviendo, casi armoniosamente y un fluido menos espeso circulaba por el puentecito para mezclarse con el agua contaminada de la zanja. Me inquieté. Como si mi piel se fuese con esa agua para terminar en aquella tan putrefacta.
A medida que vi reaparecer el blanco de mis zapatos, de mis medias, de mis pantorrillas, la respiración se fue acomodando. Quedaba mojada, pero podría entrar a la casa a recibir el amor de los bisabuelos.
Un calorcito de placer empezó a invadirme. Ya no miré ni la calle, ni el lodo, ni el agua podrida. Sólo buscaba la luz que aparecía allá, a través de la puerta de la casa.
Me desperté. Miré mis pies descalzos y limpios. Acaricié mi cuerpo desnudo. Estaba cubierto de sudor.
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