Domingo. Atardecer agobiante de calor. Cargué el equipo de mate y me fui a La Rambla Cataluña, ese balneario populachero junto a mi Paraná en la zona Norte, lindante con La Florida. Balneario ecléctico si los hay, con playas de arena, río con fondo barroso, barrancas de césped, escalones por doquier, playa seca de piedras y cemento, palos borrachos, bancos de plaza, coquetos bares con aire caribeño.
Gente, gente, gente… De todas las edades y todas las condiciones sociales, buscando una brisa de frescura junto a las aguas del río marrón.
Acá, cerquita de mí, gaseosas, mates, algunas facturas, algunos sándwiches, pelotas, chicos corriendo, perros jugueteando con sus dueños. Máquinas fotográficas rescatando esos momentos en familia, con amigos, junto a un paisaje repetido pero siempre atractivo. Parejitas con arrumacos, ancianos con su andar cansino recorriendo la playa.
A unos pocos metros, una banda ejecuta piezas de rock aplaudida por algunos jóvenes entusiastas.
Una sonrisa se me escapó. Las embarcaciones que retornaban: kayaks, botes, veleros, lanchas, yates, al principio iluminadas por el atardecer, eran cada vez más sólo una estela con una lucecita de color. Cientos de ellas transportaban su cansancio del día, sus soles, sus deseos, su apuro por llegar, su disfrute del río eterno, inmenso, bañado por alegrías y tristezas. Eran el dinamismo, la repetida estela de un andar, el infinito sueño de ser…Enormes barcos cerealeros en un constante ida y vuelta las hacían más pequeñas, más nuestras, más osadas, casi puntitos de una irrealidad.
Junto a las embarcaciones cabalgando en las aguas y las brisas cada vez más frescas provenientes del río, iban llegando las sombras. El cielo se fue poniendo acero, la luna, casi en luna llena, fue intensificando su luz haciéndose cada vez más potente, para bruñir las aguas oscuras transformándolas en un río plateado, donde las ondulaciones de su suave oleaje eran susurros de un encantamiento al hacerse de bordes brillantes y profundidades negras. Las primeras estrellas, audaces, inmensas, brillantes, titilantes, aparecieron, de a una, hasta que en simultáneo, como venciendo sus timideces, se colgaron en el cielo miles de las pequeñas, lejanas, infinitas, casi imperceptibles en sus parpadeos. En la oscuridad, el brillo de la luna, que parecía crepitar en sus rayos, duplicándose en el agua, era la imagen de la luz venciendo para siempre a las sombras.
Era como si mis propias sombras, también se vencieran en la magia de ese anochecer. Y su imagen querida me acompañó, sus brazos me rodearon, su mirada iluminó mi mueca amarga, su aliento acompañó mi suspiro, sus pasos siguieron mis huellas en la arena…
Y todo fue una síntesis. Mis sueños y el paisaje, mis ternuras y el río, mis ilusiones y el plateado. Pero también una antítesis. De lo deseado y no tenido, de lo amado y perdido, de la belleza del paisaje y la angustia de mi alma, de lo que va y viene y de lo que me permanece. De los recuerdos y los olvidos. De lo que sostengo y lo que se me escurre entre los dedos.
Aparecen entonces las palabras que en erupción volcánica se transforman en poema:
Playa
El sol se quita los rayos…
Bola ígnea, milenaria, monótona, se vuelve a reclinar.
En la barranca, las ramas cual oscuros fantasmas,
se enredan, se alargan, desean fugar.
Allá, a lo lejos, blancos y soberbios edificios
las últimas luces conceden reflejar.
Una luna, muesquita apenas, los quiere emular.
Acá… deslizo mis pies en la arena
húmeda, calentita, de atardecer, de estío y de paz…
Rapaz el carancho, zigzagueante el hornero, tierno el cardenal.
Se ensombrecen enfrente las islas. Se despereza el puente.
Se desliza henchido el velero. Sueña su sueño el barco
de distancia y cereal.
Las sombras se estiran, finitas, somnolientas. Sus aguas encrespa el Paraná.
Mi paisaje sin luces, mi tiempo sin tiempos… Soledad.
Mi alma, con nostalgia otoñal,
muda , lenta, cansina,
se va hundiendo en la oscuridad.
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