El 1 de mayo de 1853 se promulgó la Constitución Nacional Argentina, luego de una dura lucha entre unitarios y federales que culmina en la batalla de Caseros con el triunfo de los federales al mando del entrerriano Gral. Justo José de Urquiza. Este relato está inspirado en mis recorridos por la hermosa Provincia de Entre Ríos y en la visita nocturna guiada al Palacio San José, residencia de Urquiza.
Juan Pablo se extasía en la profusión de todos los verdes. La ruta asfaltada, en una interminable y ondulante cinta métrica, corta las cuchillas entrerrianas entre Victoria y Nogoyá. Sus hijas duermen y los recuerdos le humedecen los ojos.
-Dale, papi, tomemos una vacaciones- le había dicho insistente Delfi, la mayor, de diecisiete años.
-Vayamos a Concepción del Uruguay, los chicos van la última semana de febrero- rogaba Betu, la menor, con sus quince, siempre más compañera, más convincente, más seductora para ganarlo al papi.
Casi sin quererlo dijo que sí. Y ahí se encontraba, devorando kilómetros en la provincia amada, con su pasado a cuestas y sus hijas expectantes. Sus padres murieron, sus hermanas buscaron nuevos destinos en Córdoba y Buenos Aires y ya era poco lo que le quedaba en esa tierra.
Juan Pablo había nacido en el centro entrerriano, en Villaguay, en esos hogares calmos, sencillos, con vida tranquila, sin sobresaltos ni opulencias. Con su papá había hecho excursiones de pesca por el Paraná, que con su boca gigante de marrones y camalotes lo asustaba y, al mismo tiempo, lo llenaba de placeres. Con sus padres y sus dos hermanas mayores, había recorrido las costas de Uruguay, el río de los pájaros, pedregoso, cantarín, un cielo azul que anda, en inolvidables vacaciones.
Al terminar su secundario se fue a Rosario a estudiar abogacía. Se recibió de abogado e ingresó a Tribunales para iniciar la carrera judicial. Condiciones intelectuales y morales no le faltaban, ansias de progreso y determinación tampoco. Ya se había convencido que Rosario, la ciudad santafesina, lo había ganado para siempre y guardó las nostalgias de su tierra entrerriana con sus mejores recuerdos.
Mientras estudiaba, se hizo socio del Club Náutico, donde practicó kayaquismo y natación en aguas abiertas. Con su figura alta, su estirpe, su cabello castaño, sus ojos como dos bolitas negras brillantes, su piel siempre dorada, su buen genio y sus modales de caballero bien propios de su tierra, pronto se hizo de un nutrido grupo de amigos, con los que comía asados, vivía en el río y las islas, competía en carreras de nado. Ese Paraná ancho, oscuro, lo atrapó en horas interminables; lo cruzó cientos de veces remando o a nado. Tal vez uno de sus mayores placeres era vencer la majestuosidad del agua marrón y pisar las islas frente a la ciudad, suelo entrerriano.
También se dedicaba a la historia, su gran pasión, como hobby. Hurgaba en Homo Sapiens y en El Ateneo toda clase de libros que lo acercaran a la historia universal y argentina. Le apasionaban los caudillos, eran para él casi la mitología lugareña, pensaba que eran los que construyeron la patria y con muchos de sus valores y sus luchas se sentía identificado. Cuando tenía un pedacito de tiempo se metía en alguno de los numerosos museos de la ciudad, se pasaba largos ratos leyendo documentos e historias de objetos, rescataba anécdotas. También concurría a charlas, debates, conferencias, en las que solía frecuentar a los De Marco, padre e hijo, famosos en Rosario por sus investigaciones y publicaciones locales, tenía con ellos largas charlas en las que debatía, calmaba sus ansias de adentrarse en el devenir del pueblo y amontonaba conocimientos que le producían éxtasis, como una especie de realización personal. A veces se sonreía pensando cómo disfrutaba de niño visitar el Palacio San José y recorrer los rincones de su provincia donde sentía que se había forjado la patria federal. Cómo amaba a su Pancho, a su Justo José, la historia de la Delfina y su entrega por amor.
Al grupo de Náutico le gustaba instalarse algunas veces al año en los campings que empezaban a aparecer en las márgenes del río Uruguay; volvía a sus verdes y a sus aguas con las alegrías y las sensaciones a cuestas.
Aquel verano tan determinante y tan recordado, a punto de recibirse, fueron al Balneario del Ñandubaysal en Gualeguaychú. En esas arenas blancas, rodeados por esas aguas transparentes que se tragan las sensaciones, con el canto de los pájaros embelesando, la guitarra con las notas de sus cuerdas uniendo las voces y el mate cebado uniendo las almas, se miraron a los ojos por primera vez. Elena le acercó un mate, él le acarició la mano y las miradas negra y gris se quedaron colgadas. Juntos se fueron al agua, juntos estallaron en el primer beso, juntos se regalaron sus valles y sus montes en ese primer abrazo en el río acogedor de sus fuegos descubriéndose. No se separaron más. Descubrieron el amor y la entrega, las ansias y los placeres, los proyectos y las realizaciones.
Cuando él se recibió, ella abandonó su carrera de letras, se casaron y se fueron a vivir a un hermoso departamento de la calle Pellegrini allá casi en el bajo, desde donde se adivina el río. Nacieron María Delfina y María Betania, eligieron nombres entrerrianos como a él le gustan. En los veraneos cambiaron las aguas tranquilas de los ríos donde él se había criado y de los arroyos cordobeses que habían sido escenario de las vacaciones de ella, por las olas rugientes de los mares.
Hace dos años, un cáncer fulminante lo dejó sin Elena, sin su sonrisa, su calidez, su compañía, su cuerpo fundiéndose en pasiones a pesar del tiempo. Se sintió desolado. Sin saber, tuvo que ser papá y mamá de dos niñas que apenas despuntaban la adolescencia. Casi se olvidó de ser hombre, sólo algunos momentos de sexo comprado, o furtivo, o apenas sentido con mujeres a las que rápido quería descartar. Su profesión que lo realizaba, la historia que lo seguía atrapando y algunas actividades acuáticas.
“Nogoyá y empalme a Concepción a 10 km” decía el cartel. Miró a sus hijas, dormían tranquilas. Se secó las lágrimas. Tenía vida. A sus cuarenta y cuatro años todavía se siente joven, pero vencido, vacío, sin sueños. Sólo con el afán de ver crecer felices a sus hijas. Y ahí estaba, con unas vacaciones forzadas a fines de febrero, dándoles el gusto.
Pasar por Basa como le decían a Basavilbaso, tomar la ruta 14, ahora transformándose en autovía, lo llenó de recuerdos.
Llegaron a Concepción del Uruguay. Adivinó la ciudad desde la ruta y siguieron rumbo al camping La Toma, se instalaron en un atractivo bungalow que ya habían alquilado.
Los días se sucedían tranquilos. Las chicas se encontraron con sus amigos y él los llevaba y los acompañaba en largas tardes de sol en los Balnearios Banco Pelay y Paso Vera. Le gusta mirar el río, tan nítido en sus recuerdos y tan distinto a ése su habitual Paraná de hoy. Tomar sol en las blancas arenas, darse un chapuzón, refrescarse bajo la sombra de las tipas o los sauces, adentrarse en los bosques en galería, prenderse en mateadas y alguna guitarreada, pensar en las historias de esa tierra y en sus forjadores, quedarse solo sintiendo a su Elena que todavía le pertenecía…
-Pa, esta noche vamos al Palacio, tomamos una excursión- le informó Delfi. Betu lo miró, sintió pena por su soledad: -¡Vení con nosotros!- le dijo conciliadora. Delfi medio refunfuñó, le gustaba Mauricio y no lo quería a su papá cerca de sus primeras escaramuzas de seducción, pero todos acordaron.
El minibus los pasó a buscar a las veintiuna. Rápidamente recorrerían los pocos kilómetros hasta el Palacio San José, donde se celebra un espectáculo nocturno. Cuidadoso y callado, se sentó en el primer asiento contra la ventanilla.
-Hola, chicos, ¡buenas noches! – la miró. Alta, atractiva, bien formada, con un formal pantalón azul y camisa blanca con el logo municipal y zapatos mocasines. –Me llamo María Elena, me dicen Marilé. Vamos a cantar y jugar – y los entretuvo en el corto trayecto. A él lo advirtió recién al llegar, cuando estaban bajando. Con sus apenas veintiocho años le dijo: -Disculpe, señor, no lo había visto, buenas noches para usted también- supo entonces cuán viejo debía verse.
Entraron al jardín del Palacio. La voz dicharachera de María Elena cambió de tono y untuosa, dulcemente firme, algo sensual, les dijo: -Cada uno a partir de ahora se calla, se queda consigo mismo, abre sus percepciones y atrapa todo lo que lo rodea.- Fue convincente, hasta para Juan Pablo.
Un cielo negro y estrellado se prendía allá arriba. El manto blanco de la luna se deshacía entre el rumoroso follaje y caía cuarteado y disperso sobre sus cabezas, pero aún así era tan intensa su luz que parecía sentir crepitar los rayos sobre la piel. A lo lejos, luces amortiguadas de farolas de querosen y de velas desdibujaban las sombras. El clima era intimista. Le parecía que pisaba ese Palacio museo por primera vez. Pensó: -Claro, lo estoy viendo con algo más que mis ojos- De la enorme pajarera empezó a salir el gorgojeo de numerosas aves y de los canteros de esos parques y jardines que tanto había visitado, a brotar el perfume de flores entremezcladas. Entornó los ojos, una fantasía empezó a abrazarlo.
Se acercaron a la construcción, por el camino arrebatado de perfumes y trinos. Les llegó placentero y dulce el sonido del piano del Salón de los Espejos. Percibió que Lola, hija del General Urquiza, o su madre Dolores, lo estaban ejecutando. A su lado, el fastuoso comedor con la mesa tendida esperando a los comensales. Se sintió vestido con frac y galera, se percibió cenando a la luz de la velas con esa tenue música de fondo en la vajilla de porcelana con ribetes de oro y el grabado del busto del General. La sintió a su lado a su Elena e, inexplicablemente, la mujer de su vida, esas mujeres de la historia y esa Marilé que estaba muy cerca se le confundieron como fantasmas fundiéndose unos en otros. ¿Qué le estaba pasando? Seguro ese clima tan bien logrado y su pasión por la historia lo estaban confundiendo en un margen inexplicable de fantasía y realidad.
Marcharon hacia la cocina, donde lo recibió el aroma de pan casero recién horneado. Pensó que se estaba metiendo en los secretos de la vida cotidiana de uno de sus líderes. ¿Era hoy, era la historia, era Urquiza, era él mismo? Casi no lo sabía, degustó un pancito y otra vez no supo qué momento de qué año estaba viviendo. Recordó que en esa casa se hizo la primera instalación de agua corriente y la primera de una caldera para calefacción del lugar y del agua. Un escalofrío le recorrió la espalda. Tierra entrerriana…
Pasaron al salón de los documentos, donde se celebraban las reuniones y los acuerdos comerciales y políticos. A la luz suave de las lámparas, dialogó con esa historia tan conocida, que participaba de la extraña mezcla en ese lugar entre la vida privada y la pública, la histórica y la personal.
Pasaron al Patio del Parral, donde la luna y las tenues llamas contorneaban el hierro forjado de los exquisitos enrejados. Todavía se oían lejanos los acordes del piano. Ruidosa irrupción. Cabalgar de cincuenta caballos, ruidos de cascos y de botas de imaginarios hombres armados, gritos de desesperación, inundaron el patio. Se sobresaltó, estaba en medio del feroz ataque en el que perdió la vida el General. Buscó la mano de Marilé que caminaba ocasionalmente junto a él y sólo un arrebato de pudor le impidió abrazarse a ella, que le sonreía entusiasmada por el efecto que la visita le estaba provocando. Se sonrojó, se sentía en 1870 azorado por ese ataque desmedido, instigado, según algunas fuentes, por el General Ricardo López Jordán.
Visitaron los dormitorios, aromas a lavanda daban cuenta de que todo seguía igual. Algunas ropas dejadas como al descuido, algunas piezas con monogramas, la cama que recibió el aliento final de su caudillo y la desesperación de sus mujeres.
Con música sacra de fondo y aromas a inciensos, recorrieron la Capilla y finalmente la garita del vigía bajo tenues luces. En medio de un acongojado silencio, recordando una entrega traicionera de sus hombres para permitir el ataque.
Con el alma llena de zozobras, de luces, aromas, objetos, perfumes, melodías, gorjeos, fantasías, emprendieron el regreso.
-Papi, nos vamos a comer pizza al centro. ¿Te molesta?
-No- les respondió seguro, aunque mucho no le a traía quedarse solo ese sábado por la noche.
Se sentó en unos troncos de la playa, se puso a mirar el río que seguía impasible y ajeno su curso de agua. Pensó cuánto la extrañaba a Elena, cuánta falta le hacía aún su compañía, su mano amiga sosteniendo la suya, sus charlas incansables, su cabeza apoyada en su hombro y sus brazos rodeando su cuello.
Dejó la playa, se trepó al auto de un salto y tomó el camino de nuevo al Palacio. ¿Qué buscaba? Seguro, las íntimas y confortables sensaciones que lo habían invadido la noche anterior. En el patio, vio un grupo de visitantes guiados por Marilé. Supo que la buscaba a ella, que su figura juvenil y segura, la hermosura de su voz, de su acento, de sus convicciones, lo habían atrapado. Ella lo vio, le levantó su mano y le regaló una sonrisa. Reafirmó para sí por qué estaba ahí.
Junto a la histórica y particular pila bautismal de la Capilla, volvió a sentir que no sabía dónde estaba, quién era, qué época vivía. La vio a Marilé vestida de blanco, ceñida su cintura por los lazos, descubiertos sus senos por un escote muy cavado y ornamentado de flores y cubiertas sus piernas por los encajes de ese magnífico vestido tirado como al azar en la cama de la niña Lola. Otra vez realidad y fantasía mezclando su alma en un batido de ayer y hoy. ¿Sería tal vez una premonición de futuro? Algo sutil, poderoso, impredecible, lo empujaba hacia esa muchacha. ¿Debía dejarse llevar? ¿Podría volver a sentir?
En la Capilla, en un impulso irrefrenable –Me quiero casar con vos- le dijo al oído. Supo que no era mentira. Y se dio cuenta que ella le ofrecía su alma a través de su sonrisa.
-Te espero mañana a las diez para hacer un paseo en carruaje por el Parque del Lago de la estancia- le dijo al saludarlo al final de la visita. Juan Pablo se fue, extasiado de aromas, perfumes, sonidos, luces, pero por sobre todas las cosas de esperanzas. Un calorcito nuevo empezaba a inundarlo.
Son las diecinueve, hora en que ella sale de trabajar. Juan Pablo se sienta en un banco de la Plaza 25 de Mayo de Rosario, frente a la puerta principal del Museo Municipal de Arte Decorativo “Firma y Odilio Estevez”. La espera, es su último día antes de entrar en licencia. Lleva un paquete de regalo con un hermoso oso de peluche celeste y un ramo de narcisos amarillos. La ve salir y cruza. La abraza, besa su panza de casi ocho meses, le muerde la oreja y le dice quedo.
-Gracias por Panchito, Marilé. Te amo – y ella se hace un ovillo en su brazo protector.
Nota: Betania, Delfina y Pancho, son nombres clásicos de la historia entrerriana.
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