Primera hoja de mi diario: Relato reflexivo

En este mes de agosto, en Argentina celebramos a los niños, su inocencia, su amor, la emoción que nos producen...

7 de agosto, 2018

En este mes de agosto, en Argentina celebramos a los niños, su inocencia, su amor, la emoción que nos producen como padres, abuelos, bisabuelos, tíos… y la maravillosa seguridad que nos provocan de que nuestras raíces nos permitieron y nos permitirán dar ramas con sueños, flores y frutos.

 

Me llamo Silvia Alicia, me gusta mi nombre, tiene cierta musicalidad interior que me agrada.

Pronto pisaré el umbral de las siete décadas. Pertenezco, por eso, a una de las generaciones que más cambios sociales, económicos, sicológicos y filosóficos, vivió. Y para ser y estar tuve que amoldarme a tensiones y presiones de todo tipo. Pero esa lucha me hizo dúctil y resistente. Acá soy, acá estoy.

A una edad y en un momento de mi vida que parecía que ya estaba todo dado, que ya no habría más remodelaciones, que no había cosas para aprender, innovar, apareció la tecnología y nuevas formas de comunicarnos: los mails, los mensajes de texto o por Messenger, los WhatsApps… ¡y todo se modificó! La vida empezó a pedirme actualizaciones, aprendizajes, especializaciones, desafíos. Me inundó el mundo de la imagen y la palabra, de las comunicaciones y los abrazos virtuales, los hashtags y los top ten de las noticias, la lectura diversa y rápida.

Hace dos días, mi mundo interior se revolucionó: Clelia, una amiga de muchos años, una vieja compañera de trabajo con quien sigo compartiendo buenos momentos, me mandó por whats una foto: ella estrenándose de bisabuela sosteniendo en sus brazos un bultito recién nacido vestido de celeste, hijo de su nieta.

Lanzada desde el trampolín del pasado, con las fuerzas de un presente aún pleno, me sumergí en mi futuro. Como si fuese posible en un instante reconstruir el ayer, enlazarlo en el hoy y ver el mañana. Como si viese un horizonte neto en la llanura y en el mar, de tierra y de agua, de verde y de azul. Y en ese horizonte, un poco incierto, un poco seguro, mío, descifrable, yo caminaba. Llevaba en mis brazos un bultito celeste, hijo de Lana.

Reflexioné. Toda mi vida estuvo rodeada de hombres: mi único hermano caminando en paralelo, mi papá viudo durante ocho años, años que me transformaron en su compinche casi adolescente, mi esposo para el que fui y soy su sostén, mis dos hijos varones que desde sus nacimientos fueron mis soles con sus fuerzas centrípetas, dos directores de escuela que marcaron mi camino docente. Y cuando el paso se hacía más lento, las rodillas empezaron a doler, el mundo de la profesión que tantas satisfacciones me dio había acabado por el inicio del jubileo, tenía un solo deseo: ser abuela. No quería morir sin sentir esa sensación. Que imaginaba dulce y de plenitud. Mis dos nietos, también varones, la superaron. Son un renacer, un volver a darle sentido a la vida. Como si el hijo del hijo fuese ese reaseguro de la inmortalidad, de lo perenne, de lo no finito. Como si todos mis pasos adquirieran sentido porque ellos me dicen abu. Pero, siempre, todos varones. Su idiosincrasia, tan diferente a la mía, me desafió y me desafía.

Hasta que un día, por las comunicaciones on line, la noticia llegó: iba a tener una nieta. Ese mundo de varones que me había rodeado, tuvo su grieta. Y los sueños rotaron, las sensaciones se repitieron, pero en una revolución. Apareció Lana, mi pouponita, mi muñeca, mi estrellita de luz. Aparecieron los vestiditos y los moños, los rosas y las muñecas, los sueños atávicos de la princesa y el príncipe azul.

En esa revolución de los sueños, la foto de Clelia, me instala una nueva idea: el vientre, ese que será de mi sangre, que alojará una semilla, que reventará en las nueve lunas, que será regazo y consuelo. Nuevamente, aparece un deseo intenso, una utopía, un nuevo querer ser: ser bisabuela, ver el fruto de un vientre de mi fruto, ver a un niño nacer de mi niña y beber de su seno la leche. En esa revolución me veo allá, chiquita, casi una sombra, en un horizonte lejano, de tierra y de mar, con un primer bulto chillón de renovado olorcito a bebé entre los brazos.

Sentir que la vida siempre triunfa, que mi árbol tiene raíces y ramas, que mis genes continúan el camino de la vida. Que las utopías persisten aún en las siete décadas.

Sí. Esa imagen de Clelia con su bisnieto hijo de su nieta, me disparó mi pasado, me afianzó en mi presente, me dio alas para mi futuro.

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