Por estos días en que ha nacido mi nieta en Québec, Canadá, recuerdo esas fuertes sensaciones que la ciudad me produjo cuando hace unos años la visité. Imágenes que, asociadas a las de Francia y la voz de Aznavour, me inspiraron este relato.
Iba subiendo la larga escalera desde la ribera del Sena hasta la Basílica del Sagrado Corazón.
En cada escalón se le sucedían las imágenes de lo que ya fue. Su niñez feliz en un pequeño pueblo de la pampa gringa argentina, sus estudios de arquitectura en la célebre Universidad de Buenos Aires, la beca conseguida con esfuerzos, estudios, desvelos, para un postítulo en la Universidad de Quebec en Canadá.
La partida aquella a sus veinticuatro años, llena de mariposas y de despedidas en Ezeiza. Las manos de su madre en la caricia interminable, el abrazo sólido de su padre en el adiós no deseado, la algarabía de sus tres hermanos menores porque compartían sus sueños y vieron sus desvelos.
La llegada a Canadá, ese país tan distinto, tan inmensamente amplio, tan poderosamente organizado, tan finamente construido, tan celosamente custodiado, tan lleno de blancos en el frío y de flores en el estío, tan lleno de vida y de oportunidades.
El departamentito frente al Chateau Frontenec, el edificio más emblemático de la ciudad, pequeño, acogedor, con todo el confort y que pronto lo acomodó a sus gustos, ecléctico, por la incorporación de las cosas que amaba: la camiseta de River Plate el club argentino de sus amores, un mate y una pava para la cebada diaria según sus costumbres, un tapiz de la tradicional Provincia de Salta con el mapa de Argentina, fotos de sus afectos y sus historias. Departamento en el que compartía gratos momentos con sus nuevos amigos de variados idiomas y variadas costumbres. Su asistencia a la nueva Universidad donde quería especializarse en urbanismo.
Cada vez que podía caminaba por esas callecitas de la ciudad. Desparramadas. Llenas de glamour. Afrancesadas. Con nieve o flores, con frío intenso o calores suaves, con soledades o plenas de turistas. Le gustaba meterse en cada rincón. Hurgar entre los libros, las imágenes, los Cd, tratando de encontrar aquel pedacito de arte que la colmara, aquella canción que la animara, aquellos colores y formas que la embelesaran. Visitar lugares históricos, las iglesias, los museos, los parques. En cada callecita inspiraba su esencia, saboreaba sus sabores, acariciaba sus esplendores, a veces escondidos, a veces exultantes.
De espaldas al Sena se sentó en uno de los viejos bancos bajo las lilas. Allá a lo lejos, en la colina, ya asomaba la cúpula blanca, distintiva, ostentosa, de la Basílica Sacré Coeur.
Recordó aquella otra del Oratorio Saint Joseph de Montreal, tan francesa como ésta. La excursión realizada con sus compañeros de curso y Adolfo, el responsable de la cátedra más importante de la especialización. Su acercamiento a ese ser dulce, especial, alto, canoso, que desde Alemania se había radicado en Quebec, que había quedado viudo recientemente, que ponía pasión en la misión de enseñar, que ponía pasión en el vínculo con sus alumnos. Fuera de los claustros, el acercamiento fue fácil. Compartieron saberes en un medio francés, castellanizado el de ella, nórdico el de él. Se entendieron. Se animaron a sonreír y hasta reír juntos.
Miró los árboles altos, parecían que se querían robar el sol con sus hojas raídas. Parecía que se mecían al son de los versos de La Boheme cantada por Aznavour. Parecía que se enredaban en los trinos de la voz de Piaff o en las pinceladas de Picasso o Van Gogh. Parecía que cien imágenes de cien historias se le metían en el cuerpo.
Entrecerró los ojos. Rememoró los dulces momentos de su casamiento con el profesor, la vida plena que juntos comenzaron, los paseos por las callecitas de Quebec, la explosión veraniega de las flores en los balcones estilo Belle Epoque, los festivales en el estío de música y pintura, los trabajos de arquitectura que juntos compartieron. Su visión se nubló, algunas lágrimas se le escapaban junto con el recuerdo de los dolorosos momentos de la enfermedad de Adolfo, la muerte y la soledad.
No quería estar triste. Montmartre no es un lugar para la tristeza. Siguió trepando escaleras. A lo lejos vio el famoso café, bistró, restoran. Se sentó en una de sus tradicionales mesas. Las calles empedradas, los sueños de los jóvenes trepados en sus motonetas o en sus bicicletas, los turistas detrás de enormes cámaras fotográficas queriendo inmortalizar cada momento, la trajeron de vuelta y sonrió.
Pensó en su familia, la contención que le brindaron en su regreso al país después de su viudez. La compañía de sus viejos amigos, la felicidad que se había acabado, la desolación de los últimos tiempos que iba quedando atrás.
¿Había sido buena su decisión de conocer París y su célebre Montmartre? ¿Es bueno desear poseer en otro continente aquello que había quedado en Canadá? Pensó que sólo la había guiado el deseo de volver a caminar esas callecitas como en Quebec. Rescatar en cada farola, en cada edificio de cinco, seis pisos, de altas y numerosas ventanas simétricas, de buhardillas llenas de misterios y de historias de artistas, aquellos que habían sido su dicha allá tan lejos.
Se paró en una venta de libros usados, encontró uno de Gabo, ¡aleluya!, su idioma la atrajo y lo compró. También compró una lámina de un artista callejero donde los tonos rosados de París la fascinaron, la llevaría al nuevo hogar que estaba tratando de crear.
Un can can le resonó en sus oídos. Sonrió. Tal vez algún día, a sus cuarenta años, tendría ganas de bailar de nuevo. Se paró junto a una estatua de bronce, la acarició. Quería seguir llevándose en sus manos pedacitos de esos rincones de ensueño. La pequeña casa de enfrente, en la reja de su ventana, tenía colgadas tres ristras de ajo. ¡Buena suerte, Marisa! se dijo y pegó un brinco. Tal vez el aire y el encanto empezaban a circular por sus venas que creía entumecidas de latidos.
Estaba oscureciendo. El cielo se encendía de estrellas y las callecitas de farolas. Se apoyó en una de ellas. Rió, se sintió un guapo porteño. Naranjo en flor, ese tango nostálgico y dulzón le vino a la memoria, lo tarareó con estrépito. Se sobresaltó. Una voz suave, varonil, proveniente de un rubicundo de claros ojos, en un español afrancesado le dijo.
-Te vengo siguiendo y admirando tu forma de comerte el lugar. ¿Tomamos un café en mi bohardilla?
Lo miró. Sintió que en Montmartre, lejos de su Argentina y de ese Québec en el que conoció el amor, con la música de La Boheme, las lilas, los adoquines en las calles, la niebla gris que iba ganando el paisaje, la cúpula blanca allá en la colina y las mil historias del impresionismo francés que siempre la impactaron, la vida podía latir de nuevo.
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