En el frío y húmedo invierno rosarino de la América del Sur la densa niebla se come hasta la vida…
Los seis árboles de la cuadra se transformaban en gigantes de enormes cabezas, quietos, flotantes, oscuros, diluidos. La niebla volatilizaba sus contornos y eran manchas asustando en la noche fría.
Pablo caminaba entre ellos, su figura se empequeñecía bebida por la difusión de la niebla. La ciudad se iba metiendo en la densidad de las gotas de agua que parecían querer devorarlo todo. Hasta la soledad del viejo banco de hierro forjado de la media cuadra.
Apretaba su impecable carpeta de tapas duras con figuras de automóviles de carrera y prolijamente ordenada con todas las materias caratuladas. Pablo es así: orden y aseo.
Cerca de la esquina, las luces del foco de la calle y de la entrada de la escuela se filtraban tenaces y monótonas entre la densidad de la niebla y formaban telarañas que se encrespaban en el alma de Pablo. No había nadie en la calle. Argentina jugaba cuartos de final del mundial de fútbol y la ciudad, el país todo, parecía colgado en esa mansedumbre de mirar y en esa tensa expectativa por el resultado. Pero Pablo sí caminaba presuroso por la vereda. Para Pablo el deber y el estudio eran superiores a todo.
La escuela estaba en la ochava de las calles Vila y Castagnino. Imponente, señorial, de antigua y cuidada construcción. Pablo subió, como todas las noches, sus tres escalones y abrió la pesada puerta de hierro forjado, una preciosa reliquia del siglo pasado. Aunque la niebla no lo invadía, el hall estaba tan solitario como la calle. Con paso lento se dirigía al salón cuando la secretaria lo detuvo explicándole que las clases se habían suspendido por el partido. Sin entender mucho por qué, retornó a la niebla. Como se deglutía el paisaje, la niebla ahora se deglutía sus pensamientos. Sus padres habían muerto en un accidente cuando él era apenas un niño de cinco años y lo había criado su único familiar: su abuela materna. Vivían con la magra pensión que el abuelo le había dejado y Pablo debió trabajar en la fábrica desde muy jovencito. Inquieto, inteligente, deseoso de un futuro mejor, asistía a la escuela nocturna tratando de obtener su título secundario y tal vez, si sus sueños no se estrellaban con la vida, ir a la Universidad.
-¿Viste, loco? Pablo asistió anoche.
-Es un desubicado, perderse el triunfo de Argentina.
-Vos sabés cómo es Pablo, sólo le interesa estudiar. Pero es bueno… -la voz femenina trató de atenuar tantas críticas.
-¡Qué bueno…! Es un pedante, no habla con nadie. Nunca anda con las minas. No le gusta el fútbol. ¿Qué clase de bicho será?
-¡¡Merece un escarmiento!!
-¡Paren muchachos! Déjenlo vivir como quiere, tiene sueños… –nuevamente la voz femenina quiso parar los comentarios.
Afuera la noche invernal se volvía blanca helada en las plantas y flores de los jardines.
Otra noche de calles desiertas. Otra noche en que la niebla extendía sus fauces y se devoraba todos los contornos. Otra noche en la que Pablo caminaba solitario por la vereda de la escuela sabiendo que el partido de semifinal ponía a todos frente a los televisores y la ciudad esperaba esperanzada en el calorcito del hogar o del bar el grito de gol argentino. Otra noche en la que Pablo, suspendido en las densas gotas de niebla, iba a la escuela, tratando de conciliar esos sentimientos de toda una sociedad que él no alcanzaba a comprender y sus propias sensaciones para pelearle a la vida.
No los vio. Su mirada sólo miraba sus pensamientos. Y la densidad de la niebla los vistió con caretas y capas. Eran cuatro. Emergieron detrás del tronco rugoso y enorme del viejo plátano. Le pegaron… le pegaron… le pegaron… Mientras estaba erguido, bofetadas y piñas en la cara y el abdomen. Cuando cayó, patadas en las costillas.
Ahora la espesa niebla cayó inexorable sobre su yo más profundo. Con un suspiro se irguió. Todo le dolía. No sólo el cuerpo. Los sueños rotos, las posibilidades de amigos. Su deseo de ser mejor.
Empezó a caminar la vereda de la escuela hacia su casa. Los árboles eran los acostumbrados fantasmas de la niebla. Los sintió sus amigos, tan grandes y tan desdibujados como él, con sus marañas de ramas y hojas secas.
Argentina juega la final. En la noche la niebla se come todo. Los árboles danzan sus sombras siniestras sobre la vereda. Solitaria. Ya ni Pablo la camina. La niebla se le metió en su vida y desdibujó su alma, destruyó su esencia, carcomió sus deseos.
En la fábrica, accionando la palanca de la máquina inyectora, la sombra desarticulada de Pablo, sepulta los sueños en el traqueteo reiterado.
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