Mis árboles de Navidad

Hay objetos que trascienden sus bordes y pasan a ser testimonios, nostalgias…

6 de diciembre, 2016

Hay objetos que trascienden sus bordes y pasan a ser testimonios, nostalgias… de una forma de ser, un estilo de vivir y sentir, un momento, una historia.

Domingo 9 de diciembre. Me despierto tristona. Hace mucho calor, el cielo está inmensamente azul, sin una sola nube y corre una brisa suave, acariciadora, que modera el intenso calor de diciembre en el sur. Me refriego los ojos, me arreglo el cabello enmarañado de una noche llena de vueltas y de insomnio

    -Pi, pi, pio, pi… pi… pio.

Busco el sonido. ¿De dónde viene? Recorro con la vista la habitación, no hay nada.

    -Pi, pi, pio, pi… pi… pio…

El sonido es de un pájaro. A veces intenso, ensordecedor, a veces suave, lánguido, melancólico. Lo busco en los placares, en las repisas, en mi escritorio. No está. Pero lo siento, se me mete por los poros, me explota en el alma.

    -Pi, pi, pio, pi… pi… pio…

Abro el cofre de mis cosas más queridas, no hay nada.

Me siento en el viejo sillón hamaca que heredé de mi abuela, ese donde mi madre me arrullaba. Me balanceo…

Ayer, como todos los 8 de diciembre, por tradición, debía armar el arbolito, no tuve ganas. La casa está vacía. ¿Vacía? Y ese piar ¿de dónde viene?

Todos los 24 de diciembre de mi niñez íbamos a la casa de la abuela. Éramos un familión, donde los trabajos de los mayores, bullicios y travesuras de los jóvenes y gritos y deseos de los niños se mezclaban junto al árbol, los ravioles de mi mamá, los fuegos artificiales del tío Chiquito, las sidras del tío Eddie, los chopp del alemán. Los doce primos llegábamos ansiosos de compartir la celebración, recibir los regalos de por aquel entonces Niñito de Dios –el Papá Noel vino mucho después-, de jugar y reír. Pero creo que lo que más nos convocaba en la alegría y el regocijo era el árbol de Navidad, solemne, sin luces –fue ése un adicional ya de mi juventud-, con tiras de algodón, bolas de colores y allá, en la rama más alta, el pajarito. La abuela lo cuidaba como el mayor de sus tesoros. Dorado, brillante, se tornasolaba con la luces, erguía señorial su cola de pluma y, a pesar de su pequeñez, nos desafiaba con su belleza y ese hálito de eternidad y misterio que guardaba. La abuela decía que era su objeto más valioso, pero nunca nos contó su historia. Ya de más grandes lo imaginábamos traído de su árbol de Austria, o regalado por el abuelo en su primera Navidad, o cien historias que lo adornaban y lo hacían más dorado, más brillante. Lo cierto que en su grandiosa pequeñez nos convocaba, era como si la Navidad se posara en él y nos perteneciera.

A mis 18 años, con mi título de maestra recién obtenido y muchos sueños de lo que iba a ser mi vida, un 7 de diciembre, el día antes de armar su árbol, la abuela murió. La tía Mary convocó a todos los hermanos para repartir los escasos bienes de esa casa tan humilde. Los nietos no teníamos ni voz ni voto. No obstante, con voz suave y firme dije:

-Yo quiero el canario amarillo del árbol de Navidad-. La tía Mary me miró desafiante, pero conmovida por mi pedido, o tal vez porque fui la única nieta mujer de hija mujer, me lo dio. Cuando tuve en mis manos el pajarito dorado sentí que la herencia de mis ancestros inundaba para siempre mis venas.

Y el pájaro dorado estuvo por años en el árbol de Navidad de mi casa paterna. Ocupaba siempre la rama más alta y todos los años nos peleábamos a ver quién lo apoyaba. Aún veo los dedos de mi madre acariciándolo todas las Navidades. Fue siempre un símbolo de los deseos, los augurios, la historia, los antepasados. Como si su cuerpecito de cristal atesorara presente, pasado y futuro. Las plumas de sus alas se perdieron, pero las de su cola siguieron enhiestas.

Junto a ese árbol iluminado de mi juventud, celebré mis primeros besos de novia, parpadeantes, encendidos e intermitentes como las lucecitas, tuve de regalo mi lapicera de oro porque me había recibido de profesora, fui señora, acuné a mis hijos y mis sobrinos, lloré la ausencia de mi madre. Y el pajarito siempre estuvo allí.

Por ocho años seguí armando el árbol en la casa de soledad de mi padre. Él ni lo miraba, no se quería conmover ni medir nostalgias. Pero el árbol y el pájaro siguieron señeros en nuestras nuevas Navidades.

Al desarmar la casa paterna después de la muerte de mi padre, dejé que mi hermano se llevara muchos objetos,  pero el pajarito ¡era mío! Y vino al árbol de mi casa, siempre en la rama más alta, con una luz que lo iluminara especialmente, con un fulgor que atesoraba todos los deseos. En el nuevo árbol, grande, explotado de colores y de luces, acompañado por una de sus viejas cintas de algodón, siguió inundando las Navidades de mis hijos, sus juegos, sus pedidos de  los regalos a Papá Noel y los Reyes Magos, con el fondo de las canciones de Johnny Tolengo y de Gabi, Fofó y Miliki en los cassettes del viejo equipo, las historias inventadas con su vecinito imaginando la llegada del trineo o los camellos.

Hoy la casa está vacía. Ya no hay sueños de jóvenes ni gritos de chicos. No hay hijos que desordenen todo ni han llegado nietos que revivan los sueños. Ya en los últimos años cambié mi arbolito grande, verde, lleno de colores, por uno blanco, pequeño, de bolas de un solo color. Pero siempre, el canario dorado y brillante en la rama más alta acompañado por la cinta de algodón.

    -Pi, pi, pio… pi… pi… pio…-el sonido persiste en mi mente, en mi corazón, en mis células

La voz de mi viejo canario guardado en una caja me está dando la orden:

    -¡Quiero pasar la Navidad en tu árbol!

Voy al desván, armaré mi árbol de Navidad de esta etapa de mi vida.

Vuelvo a apoyar el canario en la rama más alta. A pesar de mis años, percibo que bajo su ala derecha me trae un sueño dorado y bajo su ala izquierda un suave y delicado pomponcito de algodón.

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