Nací en el campo, enorme, fértil, de la pampa gringa. Me llamaron Francina como mi abuela materna, piamontesa. Malcriada, hacía lo que quería. Mis padres, mi nona Catalina y mi nono Pancho se rendían a mis caprichos.
Recuerdo fielmente aquella noche. Tenía seis años, los gruñidos de la yegua me despertaron. Era una noche de intenso calor y brillante luna. Bajé hasta el comedor y me asomé a la puerta, los gruñidos seguían siendo desgarradores. Allá a lo lejos, en el corral, los vi al nono y al doctor de los animales encorvados sobre la yegua.
Los ruidos cesaron. Me vieron curiosa parada en la puerta y me llamaron. El nono limpiaba suavemente al alazán recién nacido. Pequeño. Parecía indefenso.
-Es tuyo- me dijo. Me acerqué temerosa. Me miró con sus ojazos azabache. Intenso. Recio. Profundo. Ya me había elegido. Su mirada, que parecía tener alma, me hizo también elegirlo a mí. Lo llamé Paco, le dije varias veces su nombre, suavemente, como en un rezo, en una tácita promesa de pertenencia mutua. Me pareció que sus músculos se rendían a mi voz.
Me senté junto al alambrado. Hechizada. Mi palpitar le pertenecía. Lo vi pararse. Sus patas parecían endebles, pero pronto su estirpe de raza mora se apoderó de él. ¿O de mí? Lo miré embelesada. Me asusté. En mi inocencia, supe que él me dominaba. Que desde él, yo ya no me pertenecía. Corrí a la casa y me encerré en la pieza. Me dormí abrazada a la almohada mientras sentí que Paco respiraba sobre el lóbulo de mi oreja…
Crecimos juntos. A veces, parecía doblegarse a mis caprichos. Pero cada vez que lo montaba, yo me doblegaba a los de él. Sabía cómo llevarme a lo oscuro del bosquecillo cercano, a la intensidad del arrullo del arroyo que atravesaba el campo, a la suavidad de la brisa que acariciaba mi cara y mis hombros desnudos, al placer de la llovizna recorriendo mi cuerpo, al erotismo de su galope audaz, cambiante entre suave, pleno, intenso, buscando senderos nuevos, caminos inexplorados.
Recuerdo aquel día, cuando al querer descansar sobre la hierba, me respondió piafando y con un resoplido. No quería descansar…Y me rendí a sus exigencias de macho recio y demandante. Rasqué su lomo, acaricié su oreja y volvimos a galopar.
Un día el nono le trajo una yegua. Tenía yo por aquel entonces trece años. Me acerqué al corral donde estaban dos peones sosteniéndola. Lo advertí excitado, tremendamente excitado, no lo conocía así. Lo vi montando a la yegua, copulando con resoplidos, tal vez con un aullido de placer, con intensidad animal. Lo vi acercar su cabezota al lomo de ella en un gesto de ternura y ella respondiendo con un hociqueo en su cabeza. Vi su semen chorreante…
Se me cayeron las lágrimas. Paco no me pertenecía, su esencia animal lo había llevado a sus instintos animales. Creo que me presintió. Se me acercó suave al galope. Puso su cabezota en mi regazo, me pareció de algodón. Movió su hocico entre mis senos. Era todo de algodón. Lo sentí con ternura animal, con amor animal. Lo acaricié, su pelaje áspero y resistente se rendía suave a mis manos ansiosas. La noche, con la luna envejeciendo, iba inundándonos. Mis caprichos, vencidos. Mis aleteos, despiertos.
Hoy, adulta y a la distancia, siento que con él aprendí a brindarme y perdonar.
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