“Versión libre de la leyenda argentina de la provincia de Santiago del Estero de un personaje legendario: Telésfora Castillo, conocida como la Telesita”.
La Telesita, como todos la nombraban en ese adormilado pueblucho santiagueño, era una muchacha de triste destino. Sola, sin familia ni afectos, apretujaba en sí ansias de un amor. Vestida con andrajos, vagaba por los campos, perdida su vista en los horizontes cortados por el rancherío. A veces la oían cantar, otras la veían danzar entre los sembradíos. Un poco loca, un poco soñadora, apenas un fantasma o una visión… todos la conocían y la apreciaban.
Cuentan los lugareños que esa noche última de Carnaval bailó, bailó, bailó…
La joven muchacha había pasado sus últimos días preparándose para la noche del martes, cierre del Carnaval. La había asistido con esmero y dedicación doña Paulina, reconocida hechicera del lugar y vecina de los campos, que solía alcanzarle un plato de comida y brindarle un poco de cariño.
Sus uñas, su largo cabello negro trenzado, su maquillaje que enfatizaba sus rasgos de extraordinaria bondad, todo esmeradamente cuidado, acentuaban su natural belleza indígena en la que resaltaban unos ojos extrañamente azules. Se colocó un antifaz grande, brillante, colorido y un vestido que sentía era de reina y que sólo había sido una transformación de sus harapos en manos de Paulina. Le consiguieron sus zapatos en una subasta en la feria del lugar, sin explicarse cómo habían llegado hasta allí, color plata y de tacones tan altos que iba a tocar el cielo. Nunca había visto calzado tan atractivo.
La llevó hasta el baile, en el patio mitad tierra mitad loza de los Carabajal, don Bruno en su sulky labriego, al que había adornado, carro y caballo, con unas florecillas silvestres de múltiples colores. Telesita empezaba a vivir su fantasía…
Y allí descendió. Apretaba en su corazón, tanto como los zapatos apretaban sus dedos, la esperanza de que Esteban, el mancebo más atractivo del lugar, hijo de unos importantes puesteros, la descubriera. Y que la eligieran Reina del Carnaval. Campanas resonaban en sus oídos, brillos saltaban de sus ojos. Todo era una ensoñación latiendo en sus venas.
Empezó a caminar entre la muchedumbre, mientras la música invitaba a la danza.
De pronto lo vio, abrazando a una hermosa muchacha de lindo vestido.
—El Esteban presentó a la novia… — escuchó murmurar a las comadres.
Entonces supo que sus ilusiones se hacían añicos. Tomó aloja y caña, se quitó el antifaz y los zapatos, y descalzos sus pies y desnuda su alma bailó, bailó, bailó… mientras en el aire flotaba un extraño perfume a albahaca y guitarras, bombos y violines lanzaban estridentes y desenfrenadas chacareras que las parejas bailaban hasta caer rendidas.
Cuando el alba amenazaba a la noche y la novia de Esteban lucía la corona de reina, Telesita empezó a sentir que la vida se le escurría entre los dedos. En el patio de oropel con su carita de horizonte y su corazón de llanto de lluvia, como un alma en pena y transformada casi en un espectro en la tierra amarilla de luces que la bailanta levantaba, su baile eran figuras fantasmagóricas que retorcidas y amenazantes, convulsionadas y vagas, buscaban un destino.
En su velatorio contaban que a los gritos diciendo: –¡Búscame, duende del Carnaval! ¡Quémame en tus brasas! — se arrojó a las llamas que se tragaban el muñeco, junto a su locura de un sueño de noche de martes de Carnaval.
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