Un silencio de mujer mimetiza su dolor en los cambiantes paisajes que la vida le fue dando…
Chirrido de frenos. Estrépito. Gritos. Silencio. Los vecinos se asoman. Una moto Puma debajo de un colectivo ABLO y un muchacho con traje de conscripto yaciendo.
Nancy tiene diecisiete años, con su amiga Anabela ese caluroso 6 de enero deben dejar el club temprano, su primo Oscar celebra su Primera Comunión. Se baña en el vestuario, se arregla minuciosamente el largo cabello rubio. De pronto escucha voces exaltadas: -Se mató Tito. Sí, el Tito Cechi. Parece que estaba de guardia y salió del Distrito con la moto y lo chocó un colectivo. Acá a pocas cuadras…
-Se mató… se mató…-eran las palabras que le martillaban. Con desesperación se abrazó a su amiga. Sus transparentes ojos grises se llenaron de lágrimas.
Se tuvo que recomponer. En su casa sus padres no saben de su relación con Tito. Su padre Luis es el Oficial Mayor, Jefe del Distrito de la pequeña ciudad e hizo entrar a Tito a realizar el servicio militar en esa repartición, muy apetecida por los jóvenes de la región. Es que Tito es el hijo de Don Héctor, el famoso peluquero y barbero: un mago con las manos y un artista con sus charlas y comentarios sabrosos. Es el hijo menor, querendón, malcriado, simpático y entrador de un matrimonio ya mayor.
Nancy se estremece al recordar el día que lo vio al atender la puerta de su casa, lo había mandado su padre a buscar unos documentos. Su simpatía, sus piropos inmediatos, su profunda mirada risueña y tierna, su figura chiquita que daban ganas de abrazarlo con ternura, conmovieron a sus escasos años. Él también quedó atrapado en esos ojos transparentes, en esa figura espigada y aniñada. Empezó a pasar con la moto por la puerta de su casa, a galantearla, a pararse a charlar… siempre a las apuradas, no quedaba bien que su jefe se enterara que le arrastraba el ala a su niña.
Una tarde de agosto, cuando el invierno quería dormirse en el cálido sol de la siesta y la primavera empezaba a reventar en brotes, hicieron el amor escondidos en un maizal de un campo cercano al casco céntrico. Se llenaron de los encantos del placer compartido, del ardor de sus cuerpos obsequiándose, aunque tímidos, llenos de fulgores. Algunas pocas siestas, volvían a regalarse en el maizal.
La fiesta de Primera Comunión fue insoportable, se escondía para ocultar su tristeza, no habló, no comió. –Cosas de adolescente- la justificó su madre. La noche fue interminable, llorando en su cama, encerrada sola en su pieza y su dolor, escuchando a su padre conversar con su madre sobre cómo justificaría legalmente que el soldado Cechi estaba en la calle en horas de guardia. Para sus escasos años la imagen de que Tito yacía en un ataúd parecía escapársele.
Por la mañana, dos amigas tuvieron el coraje de acompañarla al velatorio. Poseía la fantasía de presentarse a sus padres, llorar en sus brazos, compartir la pena. Pero ese lugar estaba ocupado por una novia formal. Ahí, irremediable, definitiva, estaba la verdad. Lo miró yaciente desde lejos, lo besó con su alma y se fue.
Muchas tardes de calor, cuando las calles están desiertas, a escondidas y con mentiras, toma su bicicleta y se va hasta el cementerio. Se queda largos momentos frente a su lápida, acaricia su foto, recuerda los dulces y ardientes momentos.
Falta una semana para el 5 de marzo, comenzarán las clases en el Normal, deberá cursar su quinto año para recibirse de maestra. Va al cementerio, un poco para recordarlo, pero mucho para despedir ese verano que va a quedar atrás en su vida al comenzar esta nueva etapa. Siente que todo se pone negro, que se marea, trastabilla, una boca enorme parece querer comerle las entrañas desde su estómago. Cruza los brazos sobre su vientre, saca cuentas, se sobresalta. -¡¿Un bebé?!
-Señora, su hija tiene un embarazo de dos meses- dice con voz firme el viejo ginecólogo de su madre.
El padre no soporta la situación. La joven no quiere abortar. La madre queda presa en medio de su hija, su esposo y su nieto, en medio de sueños y dolores.
Trasladado su padre al Regimiento de Montaña en la provincia de Mendoza, donde posee unos fieles amigos de sus primeros pasos por el Ejército, la familia se instala en una chacra en el valle de Tunuyán. Se hallan rodeados de plantaciones de manzanos y viñedos, con unos pocos y lejanos vecinos dedicados a la fabricación de vino patero vendido a granel y de pan casero en el horno de barro, delicias de los visitantes de esa zona precordillerana. Zona de gran belleza natural, camino al célebre manzano de Tunuyán.
Casi nadie sabe que allí se instalaron. En un largo invierno, con nevadas y ventiscas, con miedos y anhelos, con añoranzas y reproches, Nancy ve crecer su vientre, acaricia a su bebé, le entona nanas, le cose y teje algunas prendas del ajuar y estudia para rendir su 5° año libre, ya no de maestra, lo hará en el Colegio Nacional de Mendoza y será bachiller. Otra ilusión que la vida le quitó, que siente que quedó como tantas debajo de aquellas ruedas de colectivo. Sólo es visitada por un prestigioso médico partero amigo de su padre, que sabrá guardar muy bien el secreto y que se presta para hacer papeles falsos. En su juventud, en su culpa, no pelea, admite lo que su padre ordena, se somete.
Bella, blanca, rubia como su madre, de ojos negros vivaces y penetrantes como su padre, nace Betania. Esas tres mujeres, casi siempre solas en medio de la soledad de la naturaleza –don Luis, avergonzado en esa sociedad que no aceptaría que su hija fuese madre soltera, sólo las visita a escondidas- se sienten felices a su manera. Betania mama feliz del pecho de Nancy, mientras aprende a decirle mamá a su abuela, papá a su abuelo y Nancy a la que será su hermana.
El Coronel Luis Piedrabuena llega a su nuevo destino: el Batallón de Concordia en la provincia de Entre Ríos. Se instalan en una lujosa casa del centro y pronto, con algunas amistades nuevas, celebra el segundo cumpleaños de su hija Betania. Es como si el dolor, la historia, las verdades, la vida toda, hubiera quedado enterrada en la nieve y los manzanares del Tunuyán.
Nancy sepulta sus sentimientos, entrega a la nada todas sus sensaciones, esconde sus sueños, vive con su hija la apariencia del amor de hermana.
Comienza la facultad, rinde fácilmente las materias de ingeniera agrónoma, consigue trabajos rentados en la facultad para ayudarse en sus gustos y hacerle regalos a Betania. Siente que es esta niña, esta adolescente, esta jovencita, a lo largo de su vida lo único que la sostiene, por lo único que lucha, lo único que ama. Se olvida de ser mujer, de sentir, de soñar. Para siempre niega su cuerpo, cierra su alma, oculta sus sensaciones.
Sus mayores disfrutes son dos paseos. Uno, junto a la margen arenosa del río Uruguay, donde se calma con el azul de sus aguas, donde pierde sus pensamientos en el vuelo bullicioso de los pájaros. Como si la calma y el sonido pudiesen silenciar su silencio. El otro, más allá de la Represa de Salto Grande, donde el agua del inmenso lago artificial sepultó todo: la ciudad de Federación con las historias, los objetos y los recuerdos de sus habitantes y los árboles frondosos de la costa, cuyos troncos hoy petrificados compiten en belleza, en dureza, en abundancia, con la piedras naturales de ese río de los pájaros. Siente en ese paraje que a muchos la vida les otorga un violento y eterno desaparecer y le da la sensación que no se siente tan sola, tan pequeña, tan única en su dolor carcelero.
Al morir don Luis pensó que por fin podría decirle la verdad a Betania. Pero con sus veinte años estaba de novia con un compañero de la facultad, hijo de un renombrado jurista de la localidad y llena de sueños por cumplir. Temió que la verdad sólo acarreara frustraciones. Y volvió a callar. Volvió a ser nada en medio de su destino que tan mansamente aceptó. Como tantas veces sintió que ese amor de pecado de su juventud y la muerte habían tapiado para siempre su prisión.
Los jóvenes decidieron casarse. Las dos familias se reunirían para organizar la ceremonia, los festejos, el vestido, el viaje. Robertito (oh, destino, Tito a veces) llegó con su padre, don Roberto. Un apuesto abogado de cincuenta y ocho años, alto, con algunas canas que dejaban ver una cabellera castaña allá en su juventud, de ojos pardos firmes y bonachones, recientemente viudo. Con bonhomía, tomó las riendas de la situación. Todos se dejaron llevar por sus dotes organizativas y su pragmatismo.
Faltaban dos meses para el gran acontecimiento. Nancy sentía cada vez más que su niña, ya una mujer de veintiséis años, no podía comenzar su nueva historia sin conocer su verdadera historia. Invitó a todos a tomar el té. Prepara especialmente la mesa en el señorial comedor: el mantel bordado del ajuar de su abuela, el juego de té de porcelana sacado de la vitrina en la que luce desde siempre su belleza casi intacto, los vasos de cristal tallado para el agua, un florero de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo y en dos bandejas de plata las masas de limón y de frambuesa, especialidades de su madre. Se viste y se peina con elegancia y sobriedad. Con sus cuarenta y cuatro años y su mirada siempre triste, es una bella y atractiva mujer. Se sientan a la mesa. Conversan, ultiman detalles, ríen de algunas ocurrencias de los novios.
Hasta que por fin, con voz serena, tímida, dulce, convencida, dice:
-Tengo que contarles una historia- y empieza a narrar con precisiones todos los momentos vividos, las decisiones tomadas, los cambios de domicilios y de vida, la prisión en la que se encerró para no rebelarse, para no sufrir. Su madre no la interrumpe, sólo acaricia su mano posada sobre la mesa. Ninguno la cuestiona, ninguno la juzga, como si esa verdad expuesta ya subyaciera en el pensamiento de todos. Betania se levanta, se sienta en su regazo, busca su abrazo, se hace pequeña para contenerse. Las dos sintieron que lo sabían, que esa niña que para todos fue su hermana, percibía que su vientre había sido su morada y su seno su primer alimento.
-Les pido disculpas, pero no quería seguir con mentiras en esta etapa…- y se quiebra en un sollozo profundo, como de miles de años de aprisionado silencio. Don Roberto se levanta, toca sus hombros, acaricia su cabello, busca su mirada: -La admiro, Nancy. Todo está bien- Se estremece. Desde lo más profundo una sensación diferente la gana. Como si las tapias eternas se derrumbaran. Se percibe mujer por primera vez.
Los novios parten felices y risueños desde el altar. Amigos, saludos, arroz y la gran fiesta los esperan. Nancy y Roberto, como impecables padrinos, los siguen. Sus manos se toman. Él se inclina y le da un beso en la mejilla. Descubren en sus mutuos temblores que una nueva vida comienza para todos. Su madre sonríe sentada en primera fila.
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