Juan Tierra

Hacía calor. Juan se descalzó y caminó lentamente disfrutando bajo sus pies la tierra polvorienta...

7 de febrero, 2017

Hacía calor. Juan se descalzó y caminó lentamente disfrutando bajo sus pies la tierra polvorienta y ya más fresca a esa hora de la noche. Llegó al aljibe y se asomó, el cielo extremadamente negro resaltaba el fulgor de las estrellas y todo se duplicaba en el brocal. Tomó un puñado de polvo, lo arrojó al aire y lo sintió caer en su cara, percibió que era el polvo de las estrellas que lo inundaba. Es que esa tardecita Etelvina le había dicho que sí y sus padres habían consentido el casamiento.

Etelvina es una muchacha cinco años menor que él, hija mayor de los caseros en la estancia de Don Braulio. Su figura menuda, los ojos oscuros, la piel tersa y morena, el lacio cabello negro muchas veces trenzado, la mirada vivaz, sonrisa franca, su dulzura lo ganaron de a poco. La conoce desde siempre, la quiere desde siempre, la admira desde siempre. Pero ahora, a sus veinticinco años, sabe que eso se llama amor. Y que ella también lo ama.

Juan, su nombre completo Juan Cirilo, nació en la estancia, hijo de dos puesteros. Una tarde de invierno, a sus cinco meses, lo llevaron al pueblo a bautizar. Al regreso, el caballo del sulky se desbocó asustado por una estampida, el sulky rodó cuesta abajo y los dos padres quedaron aplastados, papá murió en ese instante, mamá dos semanas después, “golpes internos” dijeron los lugareños. El niño, protegido por la manta que lo envolvía, resultó ileso. La peonada de la estancia lo adoptó. Hijo de todos, querido por todos, enseñado por todos, sabe desenvolverse en todo: excelente jinete, doma caballos, realiza yerras, maneja el tractor, sabe arar y  cosechar, prende el fuego, asa, cocina guisos, arregla el horno de barro, caza, pesca, amasa pan, canta, toca el acordeón…

De ojos vivaces transparentes color miel, todos lo llaman Juan Tierra. Tal vez por los tornasoles de la tierra en su cuerpo fuerte y fortalecido de piel cetrina, o por su cabello negro ensortijado y rebelde, o por sus manos rudas negras y rugosas. Parece que el color de la tierra se le metió en su cuerpo. Tal vez por su intenso afecto por la tierra. Le gusta acostarse en ella, entre el rumor de chalas o espigas, en los pastizales, en los montes de frutales. Le gusta caminarla descalzo. Le gusta olerla cuando caen las primeras gotas y  chapotear en el barro cuando la lluvia intensa comienza a amainar,  lanzarla hecha polvo al aire o moldearla hecha arcilla. Tal vez desde pequeño, sintió que en esa tierra amada estaban sus padres y recibía su calor. Y en cada gesto, en cada disfrute de la tierra, buscaba a esos seres que la vida le arrebató prontamente.

Juan y Etelvina se casaron, las nueve lunas trajeron el hijo varón: Juan Javier. Juan empezó a sentir que ese lugar no era el más apropiado para sus sueños, que la paga era escasa, que su hijo necesitaba otra vida. Cargaron sus pertenencias y se marcharon a la pequeña ciudad. Alquilaron una casa modesta con un enorme terreno, en el que Juan siguió disfrutando la tierra, hizo la huerta y el corral, construyó la parrilla y el horno de barro; sus flores y sus animales lo seguían conectando con la tierra que marcó su vida.

Buscó un trabajo estable, se anotó en la Escuela Normal y a poco lo llamaron para ser portero. Su franca sonrisa, su mirada plácida y translúcida, su espíritu dispuesto siempre a colaborar, le ganaron de inmediato la simpatía de todos los docentes, de sus compañeros y de los niños desde cuatro años del Jardín hasta los adolescentes de 5º año del secundario. Un alambre, los clavos, la caja con las herramientas, estaban siempre a mano para ayudar. En las veladas y festejos colaboraba en los escenarios, los puestos de ventas, y hasta veces se animaba a cantar acompañado de su acordeona.

Nació su niña: Catalina, como su madre, y sintió que su felicidad estaba completa.

De a poco fue dejando atrás el Juan Tierra y fue Juan Cirilo. Los profesores de gimnasia lo elegían para que los acompañe a los campamentos, es que resultaba una figura clave: voz y acordeón en los fogones, excelentes guisos y carnes al asador en las mesas, buen ánimo en todos los momentos.

La vida le iba devolviendo con tantos afectos y cariños, lo que allá en su más tierna niñez le había quitado.

Crió seguro y confortado a sus hijos, pudo darles educación terciaria, siempre acompañado por la calidez de su Etelvina. Cuando Catalina se recibió de Profesora de Matemática, se fue a trabajar a Río Gallegos en la lejana Patagonia, sufrió el alejamiento pero se sintió bien de que su pequeña había elegido lo que la hacía feliz. Allá se casó con un lugareño, se afincó y está esperando su primer hijo.

Los ojos color miel se le volvieron más dulces, iba a ser abuelo. El 30 de noviembre se jubilaba y a mediados de diciembre iban a viajar a la Patagonia para esperar al niño junto a Catalina.

Antes de cambiar de vida, antes de jubilarse, antes de conocer esa ciudad sureña, sintió la necesidad de volver a la estancia, volver a ser Juan Tierra y sentir a sus padres en ese contacto con el suelo. Regresó. Los que quedaban de su época lo recibieron alborozados. El nieto de Don Braulio, a cargo ahora de la estancia, que conocía su historia, lo acompañó en largas cabalgatas, en interminables caminatas entre surcos y sembradíos, en charlas sentados en la tierra bajo las estrellas, en algún mate amargo y en alguna lágrima que se escapó.

Ese martes era su último día en la tierra que lo vio nacer y lo cobijó en su desgracia. Por la tarde regresaba a su hogar para empezar a preparar el viaje a la Patagonia. Dejó dos margaritas blancas en las tumbas de sus padres y tomó el tractor con arado para abrir un último surco a esa tierra que se volvía virgen bajo sus manos.

Desde lejos la peonada vio al tractor volcarse y una nube de polvo cubrirlo todo. Cuando llegaron vieron su cuerpo transformado en polvo en el polvo…

–Juan Cirilo – las íes fueron música enredándose en el aire – Juan Tierra, mi Juan… — el sollozo parecía quebrarla – ya eres para siempre tierra en tu tierra – y la voz de Etelvina fue un rezo laico para ese hombre de tierra, mientras arrojaba el primer puñado sobre su ataúd.

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