Juan Ian

Casi casi la historia de mi abuelo… y la de tantos abuelos inmigrantes que en el siglo XIX hicieron grande mi Patria Argentina.

14 de noviembre, 2016

Casi casi la historia de mi abuelo… y la de tantos

abuelos inmigrantes que en el siglo XIX

hicieron grande mi Patria Argentina.

Hubiera querido, necesitado, ovillarse, llorar, descargar su miedo, su furia. Pero sus dieciséis años lo obligaban a ser hombre, a hacerse hombre, a sentirse hombre. Sus ojos celestes, profundamente transparentes, se triplicaban en las inmensidades celeste cielo y celeste mar, mientras se acodaba en la baranda del buque transatlántico y su sonrisa se desdibujaba entre el sollozo y la esperanza. Se separaba de sus padres por primera vez, se alejaba de sus tierras –las doradas y verdes campiñas del imperio austrohúngaro- por primera vez. Se había despedido de sus cuatro hermanos menores que quedaban en la casa familiar y viajaba con Astrid, la hermana mayor de su padre, y sus cinco hermanos mayores, cuatro varones y una mujer, hacia la tierra prometedora de grandezas, la América allá en el norte. Sus ojos soñaban con la Estatua de la Libertad que había visto en una fotografía, mientras contenían las lágrimas y se fundían en la inmensidad.

El Puerto de Río de Janeiro los sorprendió prontamente, mientras días y millas convertían a las distancias en devoradoras. La escala era de dos días. Impensadamente Ian comenzó con fiebre, auscultado le diagnosticaron una viruela, enfermedad bastante común en los viajes de ultramar a principios del siglo pasado. No podía seguir viaje al Norte, debía permanecer en cuarentena.

¿Cuál era la mejor decisión? Convinieron que los cinco hermanos, tres de ellos ya mayores, siguieran rumbo a Estados Unidos y él permaneciese con su tía y se uniese luego a sus hermanos.

Los alojaron en un precario hospital de campaña. Al darles el alta, ya no contaban ni con dinero ni con protección para seguir hacia su destino. Con un contingente de austríacos y polacos, los enviaron a la tierra misionera argentina. Ian sintió estrujarse su alma. No sabía ni leer ni escribir, solamente hablaba su lengua, no tenía oficio. Sólo el recuerdo del hambre de su tierra diezmada, dos brazos fuertes, algunos sueños que lo sostenían y un deseo no cumplido de reunirse con sus hermanos.

-¿Nombre? –le inquirió el gendarme en la frontera

-Ian Sienczuk

-Anotá Juan – y deletreó un apellido casi inventado.

Junto a sus nostalgias, guardó su nombre y en estas tierras fue Juan, así de simple, así de duro, así de extraño.

En una plantación yerbatera los Laszuk lo acogieron. Pronto su tía falleció y esa familia fue su único sostén. Hablaban su idioma, tenían su misma mirada transparente llena de nostalgias, sus danzas y canciones.

El trabajo era rudo y la paga escasa. Necesitó hacer su propio camino. La tierra virgen misionera le abrió su seno y, de a poco, con un socio también austríaco, fundó una pequeña y próspera empresa para abrirle surcos de ripio. Caballos y arados fueron siendo su capital, sonrisas se fueron dibujando, sueños construyendo. Se enamoró de Barbara, diez años menor que él, la hija mayor de los Laszuk y obtuvo el consentimiento familiar para casarse. El deseo de reunirse con sus hermanos en el norte lo enterró para siempre en esos labios que se le ofrendaron, en ese cuerpo que calmó sus ardores, en esos seis hijos que pronto nacieron. Pero era como que la vida le quería seguir cobrando por haberse atrevido a desafiarla, su hija mayor fue discapacitada y dos murieron prontamente de sarampión.

Mientras, el destino se seguía ensañando y con el progreso de los primeros asfaltos, que con su escasa preparación no se atrevió a enfrentar, llegó la miseria.

Vendieron lo poco que les quedaba y se fueron a la pampa gringa. Los surcos los esperaban, la tierra fértil acogió su arado, maizales y trigales arrullaron sus deseos, nacieron seis hijos más, todos de rubios cabellos y miradas celestes. Sólo pudo ser peón rural y apenas darle a sus hijos una escasa educación y el pan diario y el puchero con cosas de la huerta y el corral, todo esfuerzo de Barbara, que a la sazón, y por esas cosas de los registros de esa época, empezó a llamarse Margarita.

A sus sesenta y dos años se sentía un viejito, era un viejito. Ya no podía trabajar la tierra, no sabía hacer nada, el dinero era muy escaso. Su patria había quedado tan lejos, sus hermanos estaban tan perdidos, su idioma se iba desdibujando, sus ojos se iban apagando, presentía que todo se esfumaba, que la vida se le iba, que los sueños se dormían para siempre, que la América que había venido a buscar sólo le había dado esa Barbara de sus fulgores y esos hijos que cruzaban su cuello en el abrazo reiterado. Sólo sentía algo del viejo vigor cuando escuchaba en la radio a válvula algunas de las danzas y canciones de sus ancestros. Sus hijos mayores se habían casado y sólo quedaban en el seno familiar su hija discapacitada y los dos varones menores. Alquilaron una muy humilde casa en Rosario y se fueron a probar destino a la ciudad grande sostenidos por las manos rudas de esos dos varones.

Pasaba sus días sentado en la vieja silla de paja, con su saco raído y su infaltable boina: “Lo que tapa el frío tapa el calor” decía justificando que no se la quitaba ni en los inviernos ni en los veranos.

Una dulce primavera, con sesenta y seis años, sin estridencias como había sido su vida, sentado en su silla, cerró sus ojos para siempre.

Su placa de bronce dice Juan Sienczuk. Pero en su corazón y en su esencia fue siempre Ian.

Para nosotros, la enorme familia que fundó, todos de ojos claros y claros cabellos, será siempre el abuelo Juan, que como tantos sumó sus manos en la construcción de nuestra patria y que desde el portarretrato, constante en la repisa de la abuela o presente en las fotos de la familia, nos sigue hablando de sus tierras, sus luchas, sus sueños, todo eso que se fue desgranando, fundiendo, tornándose difuso, en cada día laborioso, difícil, nostálgico, en esta tierra americana.

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