Juan Alfredo se miró al espejo. Recién levantado se arregló su cabello casi blanco, se acarició las incipientes entradas -¡Cómo se notan los años!- se dijo para sí. Se colocó los infaltables anteojos, se ve obligado a usarlos y siente que son una barrera a su atractiva mirada gris, un muro que lo aísla de lo que fuera su mayor arma de seducción: su mirada cautivante. -Basta- se ordenó. Miró colgado en el dormitorio el cuadro con la foto de su casamiento: impecables novia de blanco y novio de negro. Sonrió, era la época de la virginidad (-Pensar que Juanito trae las novias a dormir- se dijo, tal vez con pesadez, tal vez con envidia), de las primeras fotos a color, de la familia monogámica como valor primordial.
En la cómoda, en dos bellos portarretratos de plata, sus dos hijos de pequeños –el tercero vendría mucho después- montados en un burro en las serranías de Capilla del Monte, donde pasaban sus vacaciones en la casita heredada de los abuelos y en el otro sus cuatro nietos montados en la banana en el mar de Las Grutas, ese paraíso inesperadamente cálido y azul, lleno de sorpresas, en medio de la fría aridez ventosa y rocosa de la Patagonia.
En la tapa de un pequeño cofre, las fotografías de los casamientos de sus padres y sus suegros, en blanco y negro, con suntuosos trajes de novia llenos de encajes y moños y cintas y volados, también le sonreían y le provocaban sus nostálgicas muecas de afecto.
Juan Alfredo es la imagen misma de una generación que vivenció, sufrió, mamó, rechazó, incorporó, disfrutó, en una sola generación, cambios que a lo largo de la historia nunca se vivieron de manera tan vertiginosa. Es de esa generación que tuvo que ir sintonizando su estilo a medida que iban cambiando los estilos de las nuevas. Que fue formalista en su juventud, pensando siempre en como se debe y cuando es adecuado, moralista de lo bueno y lo virtuoso en su primera adultez, que tuvo que cambiar a pragmático basado en la competencia y el saber cuando el trabajo empezó a cambiar porque llegaron las computadoras.
Nació en 1948. Pertenece indiscutible y poderosamente a esa generación llamada baby boomer, que a mitades del siglo pasado, en la llamada baby boom, fue una explosión de natalidad de la post guerra, sucedida entre los años 1940 y 1960. Es una generación muy especial: en 2004 tenía el 80% de la riqueza, compró el 80% de los automóviles, el 80% de los cruceros y el 50% de los productos de cuidados de la piel. Juan Alfredo cumple con todo eso: tiene buen pasar, auto, viajes, cremas. Y también con las otras características: es individualista, posee espíritu libre, orientado a causas sociales, es optimista, comienza a tener ciertas desconfianzas en los gobiernos, empieza a mirar con asombro la aparición de grandes movimientos: las feministas, los homosexuales, los discapacitados. Debe cambiar ese aprendizaje de la escuela primaria de la Conquista de la América por el genocidio de los indígenas, los valores de la familia por los ensambles familiares: los tuyos, los míos, los nuestros, el cuidado de todos los bienes por lo descartable y renovable: la heladera que compró para toda la vida la tuvo que cambiar por la que posee freezer: -Dale, viejo, comprémosla, es muy útil- o el televisor blanco y negro que costó un sacrificio por el de color: -Dicen que Pinky se ve preciosa a color-, o el lavarropas que sólo lavaba por el automático que lo hace todo: -Pensar la algarabía de mi madre cuando pudo dejar su vieja tabla de madera- solía reflexionar en voz alta cuando pagaba las cuotas de tan costosa máquina.
Sí, Juan Alfredo debió someter sus cavilaciones a continuas conciliaciones, entre su pasado y su futuro, su ayer y su hoy. Con padres ancianos por el aumento de las expectativas de vida debido al avance de la medicina, los nietos casi adolescentes a cuidar y la demora del hijo menor en independizarse por sus deseos constantes de perfeccionamiento en los estudios, siente que debe cumplir con todos, que está en el medio de grandes remolinos que tratan de someterlo, asfixiarlo, hacerlo crecer, hundirlo, darle nuevas herramientas.
Se da una ducha, se sienta en la cocina a tomar unos mates amargos (su madre se los cebaba siempre dulces, su esposa lo acostumbró a los amargos: -Hay que cuidar la figura- le imponía y él siente que el cuidado del físico pasa a ser otra forma de esclavitud). El chillido de su celular lo sobresaltó. Se puso a pensar. En su casa familiar no había teléfono, sólo don Eugenio, en la cuadra, poseía uno de la Unión Telefónica y todos daban su número para alguna urgencia; todavía recuerda el reto de su madre cuando una vez su novia le dejó un recado en lo de Eugenio, era eso un signo de desconsideración hacia un vecino noble y servicial. Luego, con la aparición de Entel, su familia pudo tener teléfono propio en ese enorme aparato negro atendido por operadora y ya casado, pudo pedir a Telecom dos líneas, una con el aparato blanco en el dormitorio que fue el antojo de su esposa: -¿Querés parecerte a Doris Day?- solía reprocharle. ¡Pobre Juan!! No podía adivinar la explosión de comunicaciones que aparecería con el teléfono celular y todo lo que tuvo que aprender cuando el último Día del Padre le regalaron un iPad.
-Ya te llevamos los chicos, se nos hizo tarde, anoche estuvimos de fiesta y no escuchamos la alarma del despertador – la voz de su hijo mayor le sonó a repetición.
Prendió la computadora para leer los diarios on line, sonríe, ¡cuánto sacrificio había hecho allá en su juventud para comprar los diarios! No se pudo concentrar, pensaba en la familia que había fundado.
Sus dos hijos mayores: Juan Alfredo (condenado a ser para siempre Alfredito) y Juan Bautista, por su suegro, claro (Juanba) habían nacido hacia mediados de los ’70. Son fieles exponentes de la llamada generación x, conocida como la generación de la apatía, la generación perdida: con rechazo inmóvil a la religión, la tradición, el patriotismo, de una rebeldía conformista, que tuvo que pasar del trompo a la play station. Que inventaron la adolescencia como signo cultural, con relaciones sexuales antes del matrimonio, amigos antes que la familia, depresivos e inconformistas, anárquicos en la escuela, ateos por moda. Afectados por el bombardeo del consumismo, la llegada de Internet, el final de la guerra fría, el SIDA, bajos sueldos, sobreabundancia de licenciaturas que les impidieron llegar donde querían. Son la generación de mileurismos y de las mil emociones, saben más que sus jefes pero son ninguneados, emplean mucho dinero en ocio. Fueron testigos de atentados, asesinatos, cambios políticos. Ya grandecitos, los atraparon las redes sociales.
Juan Alfredo piensa en su Alfredito y en su Juanba… ¿acaso él, como adulto y como padre responsable, no tuvo que sufrir lo mismo sin permitirse ser adolescente? ¿Acaso no tuvo que adolecer de los mismos impactos y mantenerse sólido, firme, inmutable, con valores, con principios no cambiantes para poder criar con solidez a sus hijos en medio de tantos impactos? ¿De dónde saca fuerzas Juan Alfredo para continuar? ¿Cómo no hacer que todas esas conductas permitidas en sus hijos no menoscaben sus propias conductas? ¿Cómo no adolescentizarse? A veces, muchas veces, quisiera ser joven como ellos (o tal vez sólo ser como ellos con sus propios años), sentir sus libertades, enamorarse de nuevo para vivir sin tabúes la sexualidad como ellos la viven, con escasas ataduras, de cara al viento y a las ansias sin contención. -Basta, Juan, eso ya pasó- y se encierra en su mutismo y en su computadora, ahora para él también aliada de soledades, de momentos sin nada, plena de seres virtuales que le llenan los huecos vacíos que siente en esa vida tan llena de cambios y transformaciones. -¿Quién es Juan, el hijo de sus padres, el padre de sus hijos, una nueva generación con valores propios que no sabe si seguir las huellas paternas o marcar la de sus hijos? – piensa desesperadamente.
– ¡Lelo! ¡Lela! Llegamos- las voces alborotadas de sus nietos lo sacaron de su viaje profundo a su yo profundo. Venían como tantas veces para que los cuiden así ellos trabajaban y salían con libertades. -¡¿y yo?!- se gritó Juan a lo intrínseco de su ser.
Miró a esos dos nuevos Juanes de su familia: Juanita y Juan Bernardo. Los ama, pero a la vez los siente extraños. Nacieron con el siglo y con el milenio. Son la generación z. Son nativos de las nuevas tecnologías, ningún aparato los inmoviliza, todo manejan, todo saben. Como abuelo sabe que es una generación en formación, en sus conductas advierte alguna motivación de su aire de los ochenta, pero menos jugados, más extorsionados por el dinero fácil. Consumistas, pesimistas, impulsivos. Sus compañeros, sus amigos, su yo existen si existen en Internet. Le reconocen más valor a la inteligencia que a la formación. -¿Hacia dónde irán estos queridos niños? ¿Qué les quedará de nosotros? ¿Cómo subsistirán, en qué trabajarán, qué familias fundarán?- y otra vez sintió un dejo de envidia y otro de pánico. Sus cavilaciones lo intranquilizaban. ¿Era feliz? ¿Estaba pagando con su vida una cuota de sensatez, de tranquilidad, de hogar apaciguado, de pareja estable, de hijos en su derredor? ¿Era legítima su vida o esos niños iban a vivir más plenos y mejor que él?
-Viejo, saqué la llave del Audi – como siempre, sin pedir permiso, sólo informando, era la voz de Juan Ignacio (Juanito), su hijo menor – Tengo que impactar a una minita fabulosa que conocí. Ya le dije a mamá que prepare una excelente cena y que me deje impecable la pieza que la traigo a cenar y la invito a dormir.
-¡Cartón lleno!!- se gritó para sus adentros. Juanito, mucho menor que sus hermanos (“una siesta mal dormida” solía decir), nació en 1984. Con sus ya treintaypico de años pertenece a la generación y. -¡Dios mío, los tengo a todos!- se dijo resignado. Y pensó en ese hijo, inteligente, excelente deportista, triunfador, estudioso, exitoso con las muchachas, amigazo de sus amigos. Para él ya la familia no es su código esencial, la religión no existe, el empleo fijo una cuestión del pasado. Se siente iniciador del cambio social participando en organizaciones no gubernamentales. Fiel a su generación, es desafiante y retador, lo cuestiona todo, sólo quiere leer lo tecnológico, le interesa poco la ortografía (tal vez porque para su generación las formalidades no existen). Globalizado, el acceso a la información y al conocimiento es instantáneo en un aparato, no precisa hurgar en su mente, basta con conectar la máquina y no las neuronas.
Juan Alfredo se despatarró en su sillón. Se miró cansado, viejo, vencido, con sus pantuflas y su mate, con sus cuidados al colesterol, junto a su esposa que ya no sabe si ama, que no lo conmueve, que ya no lo atrae, que sólo es una buena amiga de muchos años de vivir juntos. Miró a su perro. Le pareció que hasta él ya había cambiado, que tanto ser doméstico pronto le hablaría. Sabía que lo entendía, que lo estaba mirando interrogante por todo ese mundo de interrogantes que él mismo se estaba develando.
¿Es viejo? ¿Se siente viejo? Tal vez está agotado de tanto mirar cambios a su alrededor, de acomodarse a algunos, de saltar otros, de incorporar algunos, de contrarrestar otros. ¿Quién es? ¿Para qué vive? ¿Para quién vive? ¿Son sus padres, sus hijos y nietos lo más importante? ¿Es su hogar y su esposa? ¿Es él mismo?
Tuvo la sensación de estar en un enorme parque de diversiones en el que se activaron todos los efectos especiales y se había subido a todos los juegos a la vez para probarlos y gozarlos en toda su vertiginosidad, sin la cautela, el pánico, las reticencias que lo caracterizan.
Se decidió. Se vistió con un toque deportivo. Se opuso el perfume caro y atractivo de sus grandes ocasiones. Definitivamente, sintonizaba con el estilo hedonista, en el que lo agradable y lo que gusta son los valores. Se miró al espejo, se sintió bien. Tomó el pequeño Ford K que había dejado Juanito y salió.
Sintió que él no sólo es la generación baby boomer, que de tanto ver y entender y sentir y comprender y gambetear las generaciones x, y y z, los cambios estaban en su ser. Se vio joven, se sintió joven. Tal vez otras sensaciones y otros enamoramientos eran posibles. Puso el auto en marcha y salió buscando un rumbo desconocido, camuflado, percibido, ocultamente ignorado, sabiamente cuestionado…
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