En Argentina el tercer domingo de junio se celebra el Día del Padre. En su recuerdo este relato ficcional con componentes históricos de mi país y autobiográficos que emergen de una fotografía de mi álbum de 15.
-El tío Cholo se disfrazó… ¡El tío Cholo se disfrazó…!- Vuelven una y otra vez a mi oídos esas palabras con la vocecita de mi prima Marta de cinco años.
Era mi cumpleaños de quince. Con mi vestido de broderí color natural con falda en godé, amplio escote y torerita y mis primeros zapatos de tacón también color natural me sentía una princesa ya mujer. Había elegido como joyas el medallón regalo de la Lita y el reloj regalo de mis padres, ambos de oro. Claro, en aquel entonces se usaba el oro. Han pasado un poco más de cincuenta años y aún me gustan las joyas, aunque hoy ya no de oro por la inseguridad sino la bijouterie que las reemplaza.
Mi mamá me había llevado a su peluquero y me sentía feliz con el peinado elaborado con un flequillo y la banana, estático por la laca que se usaba por aquel entonces. ¡Cuánto me gusta hoy mi cabello libre al viento!
Estaba en el living posando para fotos que Vadell, el tradicional fotógrafo del pueblo, tomaba cuidadosamente, creando su obra de arte. En el rincón con el combinado – enorme mueble de madera con una radio a válvula y tocadiscos para los discos de pasta long play recién salidos por aquel entonces-, en el sillón con mis padrinos, tocando el ramo de claveles rojos que eran el placer de mi madre en la acomodada biblioteca, sentada en la motoneta Siam Lambretta color celeste que me habían regalado… Las imágenes se suceden vertiginosamente.
Detrás de la vocecita de Marta apareció mi papá. Alto, morocho, delgado, de voz firme y pastosa, de cabellos peinados tirantes con Glostora, de fresco olorcito a Old Spice que tanto le gustaba. Con su traje de gala del Ejército Argentino con las insignias de Suboficial Mayor.
Otras épocas… Otro Ejército… Otras historias, valores, principios, idiosincrasia. ¡Cómo admiraba yo la profesión de mi papá! Me gustaba verlo todos los días ir a su trabajo de oficinista con su chaquetilla y su gorra verdes, sus pantalones, camisa y corbata color arena, con sus insignias cambiantes por los distintos grados de su carrera. Admiraba su relación con los soldados, los vínculos desde la firmeza y el afecto que podía crear. ¡Pero ese día se había puesto su uniforme de gala! Para mí. Su chaquetilla era más blanca y sus blasones más dorados en ese mágico momento.
-¡Abuela! ¡Vení, mirá!
La vocecita de mi nieto Joaquín me saca de mis recuerdos, de mis cavilaciones, de mis nostalgias. Me acerco. Miro cómo puso todos los soldaditos de juguete en fila, enfrentados por el color. Lo observo. Con sus cuatro años, armó dos bandos.
Me estremezco.
¿Siempre existieron y existirán los dos bandos? Saavedristas y no. Morenistas y anti. Unitarios y federales. Radicales y peronistas. Izquierda y derecha. Populismo y neoliberalismo. ¿Por qué no nos podremos encontrar en una Patria única, en un solo ideal, un solo sentir, un solo destino?
Miro los soldaditos de mi nieto. Rojos y azules. Otros tiempos, otras edades, otras ideas. Un mismo enfrentamiento. ¿Es atávico? ¿Es herencia? ¿Es esencia humana?
Lo veo a mi papá. Joven, feliz. Brindándome junto a mi mamá lo mejor para mis quince. Parado erguido junto al sillón del living en el que estoy sentada. Siento que me corren lágrimas incontenibles. Mi nieto me mira interrogante. Disimulo. Sonrío.
Lo veo con una fuerte gripe en casa parado en el dintel de la puerta del dormitorio, la cabeza gacha, el seño fruncido, la preocupación en su mirada. Por la radio, la noticia: habían matado al Teniente Coronel, su jefe, en el fragor de una lucha armada intestina, la misma y renovada que nuestro héroe, el General San Martín se negó a luchar. Sentí que sus brazos se caían. Ya estaba viejo, no pudo soportar los nuevos tiempos. Se retiró, no quiso volver a ese Ejército. Su estirpe, su mirada, sus gestos seguros, se opacaron.
Joaquín traba un combate cuerpo a cuerpo entre un rojo y un azul. Lo siento a mi padre en su lecho final, cuando simulaba leer un diario que sostenía al revés y la enfermera lo acomodaba y lo retaba porque no comía. Le veo encender su mirada por última vez y decir con su voz firme de antaño:
-Yo fui militar, ¡y de los buenos!
Mi nieto sigue en su inocencia con los rojos y azules enfrentados. Yo, con mis imágenes amalgamadas…
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