En el Día Internacional del Trabajo saludo a todos los trabajadores que engrandecen sus sociedades con sus manos, sus pensamientos, sus gestiones, sus ideas. Al mismo tiempo reflexiono que superar las propias crisis, limitaciones, barreras, también resulta un valioso trabajo personal. Nace así este cuento…
Los corales me atraen en su magnificencia, en sus movimientos milenarios, en sus colores. Me acerco lo más que puedo, casi los acaricio en ese lecho pedregoso del mar caribeño de la Riviera Maya mexicana. Algas y peces de colores pululan a su alrededor; algún pez enorme, oscuro, que se hace más misterioso en esas profundidades también desliza su estirpe marina. Me acerco a las rocas buscando más. De pronto, veo cantidades de esferas violetas. Parecen hacer rondas, trencitos, se desordenan y se juntan, se mueven y se aquietan. Me acerco, noto sus púas.
Sí. Erizos de mar.
En mi mar patagónico nunca los había visto. Estoy acostumbrado a bucear desde joven, a adentrarme en las aguas a buscar sus bellezas escondidas. Pero erizos ¡la primera vez! Los miro tratando de recordar las lecciones de mi profesor Carlos Castagnino en mi escuela secundaria y lo único que recuerdo que son de simetría pentarradial. Me observo, yo soy bisimétrico. ¿Cómo sentirán ellos con cinco partes iguales? Un escalofrío me recorre. Yo ya no siento nada, mi cuerpo está casi inerte. Sólo soy un trozo de vida solitaria. Los miro. Me pregunto si amarán, cómo vivirán su sexualidad con esas púas. Siento que yo también tengo púas en mi cuerpo que me alejan de las realidades. Pero ellos no se alejan, se acercan, se reproducen, se aman. Sus púas no son barreras, son capaces de vivir con ellas. Me acerco más. No les veo ojos, dónde los tendrán. Pero siento que me miran. No les veo boca, pero siento que me llaman, que me comen. Y las púas, esas púas que en lugar de aislarlos los convocan, los atrapan, los hacen mover sinuosamente, como en una sensualidad milenaria para asegurar su especie. Miro mi piel lampiña y la veo inundada de púas, pero no como las de ellos, sino aislantes, defensivas, punzantes, duras. Ellos se aman a pesar de las púas, se conectan entremezclando sus púas, se funden en movimientos moviendo sus púas. Yo en cambio me aíslo protegido por ellas, reafirmo mi intrínseca y profunda soledad multiplicándolas, justifico mis vacíos llenándome de ellas.
La mañana está esplendorosa. Me siento en la reposera en la playa.
Las arenas son blancas, no doradas como en mi dorada Madryn. Fundo mi mirada en este caribeño mar celeste esmeraldino extrañando ese otro mío diario frío y azul. Tal vez no sólo porque es mío, sino porque era nuestro. Tal vez porque en aquel mis ojos extendían mis fantasías al infinito y en éste se achican en los arrecifes de coral.
Quieto, diluyo mi soledad entre el paisaje que se me abre adelante y el suntuoso hotel con sus solares, sus piscinas, sus salones, detrás. Como una sombra, pasa a mi lado. Extiende su físico en la arena, no puedo dejar de mirarla y admirarla: sus largas piernas, su cabello castaño con tonalidades rubias ondeando con la brisa, su voluptuosidad escapando de una diminuta biquini. No es tan joven, su gesto es ausente, su andar como cansino a pesar de su exultante belleza. ¿Arrastrará mis mismos dolores? ¿Mis mismas soledades?
La olvido. La vida ya me quitó sentires, ardores, expectativas. Ya sólo es un trámite hacia el final. Pierdo mi vista en los arrecifes. Están allí los erizos. Desde las profundidades me siguen mirando con sus ojos ubicados quién sabe dónde, llamándome con sus bocas desconocidas. Serán cinco o sólo uno o un par. No lo sé. Pero sé que tienen púas para acercarse. Tal vez me están dando una lección. Evitar mis púas. Tal vez me están diciendo que las púas, como la vida, se pueden mover, acercar y alejar, que pueden permitirnos amar. Que no siempre lastiman, que se mueven, que hasta pueden ser convocantes.
Pierdo mi vista en esas aguas con pequeñas ondulaciones donde flotan las algas desprendidas de los arrecifes. Allá, lejos, están los erizos. Miro a la muchacha extendida en la arena. Otros erizos me hacen cosquillas y siento que no estoy tan muerto. Que mis fibras aún palpitan. Que mi viudez me arrebató el amor pero no la vida. Que hay sangre en mis venas. Que las púas que me crecieron no me sacan los palpitares.
Veo a los erizos acercarse y alejarse, los imagino con sus movimientos eternos en una sensualidad repetida. Cercanos unos a otros, machos y hembras, lanzan sus gametos al agua, tratando en cercanía de que sus óvulos y su esperma se contacten en ese amor repetido de una fecundación externa.
La veo estirarse, ponerse bronceador con movimientos acompasados por toda su piel, la presiento ardiente en su aparente lejanía, la imagino lasciva en su gesto ausente, la sospecho entregada en juegos lúbricos. Siento que mis púas se mueven, que necesito acercarme, que una mirada compartida las acomodará, que un sol ardiente hará que no nos separen sino que nos acerquen.
Las imágenes de los erizos uniéndose en las rocas profundas dejan de ser un misterio para ser una convocatoria. Siento un cosquilleo, yo, que me creía muerto. Mañana saldré a bucear de nuevo para nutrirme de esa esencia infinita de la vida ganando en el mar.
Hoy daré mi primera batalla en tierra con mis púas:
-Me llamo Osmar. ¿Quieres tomar un trago?
-Me gusta ese que sirven de color celeste a base de tequila.
-Lo compartimos entonces.
Su voz de terciopelo me acaricia. Percibo que mis púas se hacen suavecitas, frágiles, capaces de renovados frenesís, de reaparecidas ilusiones.
@silvialibal
Para ser publicado el martes 01.05.18
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