Arpegios de agua

Vino de las exóticas tierras de Turquía.

4 de abril, 2017

 

Él

Vino de las exóticas tierras de Turquía. Allí donde sus ojos negros se confundían con los azules del Mediterráneo, ese mar infinitamente azul, infinitamente atrapante. Romántico. Mitológico. De amores y entregas. De placeres y sonrisas. Ese mar que vivía regalándose a su piel y a sus sentidos, a las sensaciones y los deseos. Ese mar al que todos los días con su velero le dibujaba estelas o al que lo hacía escurrir entre sus dedos. Ese mar que en esta tierra mía, sin mar, con el río caudaloso y aleonado, extraña. Suele perder su mirada en las islas bañadas de barro allá en el horizonte, pero su horizonte de mar, su azul de agua, su estela plateada no están. Y extraña. Busca la lengua y la historia, Y extraña. Inventa una muchacha de ojos claros para mirarse en las aguas de su mirada. Y se siente solo, en una soledad tan oscura como el río que observa.

Yo

Me gusta pasear mirando el río marrón en su andar rosarino. A veces descalza por sus playas, ahí donde el suave oleaje, que se encrespa por la sudestada o por el paso de un enorme barco cerealero, abraza la arena para fundirse en ese amor milenario de agua y sílice.

A veces en lo alto de las barrancas, por esos lugares agrestes cargados de vegetación salpicada de colores de las florcillas silvestres.

Otras por los parques, paseos, senderos, avenidas, que le roban a la margen del caudaloso río toda su belleza y lo acompañan con edificios, juegos, estatuas.

O mirarlo desde lo alto del Monumento Nacional a la Bandera o desde los alternativos descansos de las enormes escaleras del Museo de Arte Contemporáneo. O también de alguna embarcación que se le atreva a sus aguas profundas rumbo a la isla.

Me gusta atraparlo con los rayos del sol o con los fulgores de la luna, o en las oscuridades con la compañía titilante de las estrellas.

Me gusta navegarlo, nadarlo, beberlo.

Acompañar su corriente de norte a sur en largas caminatas nocturnas admirándole la duplicación de la luna o buscando un rincón nuevo, un bar a estrenar, un restoran para degustar una especialidad.

A veces, mientras atrapo a mi río, sueño con él, una fantasía que me saque de mis soledades. Un caballero que me quite las vendas de la nada. Y entonces me lleno de arpegios, vibra mi alma y lo invento, y siento que caminamos juntos mirando el río pardo, con nuestras manos entrelazadas saboreando el ser dos.

El encuentro

Como muchas de mis tardes en soledad, salgo a recorrer el Paseo del Caminante. Con la barranca abrupta cubierta de vegetación a mi derecha. Con las islas lejanas a mi izquierda. Y con las suaves olas del río arrumacándose debajo del cemento. Camino lento. Acaricio olores, colores y sonidos. Imagino sabores y suavidades. Mi paso se acompasa al ritmo de mis pensamientos. Un estruendo me sobresalta, descubro allá delante, donde la ciudad se recorta en la bruma de la lejanía, rayos cayendo sobre el dibujo del delta. La tormenta se aproxima. Pronto una llovizna abraza mis hombros desnudos y empapa mis cabellos. Miro en derredor, sólo para tener la certeza de lo que ya sabía: ni un refugio donde guarecerme

-Compartamos mi paraguas- y, a pesar de su duro acento extranjero, su voz me sonó cálida. Le clavé mis ojos, creo que fueron más claros en su azul para agradecerle. Percibí que los negros de él me regalaron una mirada intensa.

Pronto comíamos un choripán, con el río marrón acompañándonos, con la lluvia sonando suavecito en la copa de su paraguas.

Y el azul de sus aguas y el marrón de las mías se anudaron en arpegios que fueron resbalando en nuestros labios, en nuestros cuerpos, en nuestras almas.

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