No es cierto que esto de las reformas más recientes a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos sea cosa de iniciados o doctos en el derecho y más específicamente en el derecho constitucional. No es verdad, insisto. Es algo que nos compete a todos.
En su libro ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, Fernando Savater reúne una serie de escritos publicados en periódicos españoles, en los que hace eso: una defensa de la categoría de ciudadanía y un plan para reivindicar el concepto de políticos, no sólo relativo a los llamados políticos de profesión, sino justamente a los ciudadanos empoderados como tales, tomando las riendas de lo que se denomina como “democracia participativa” en favor de las determinaciones que atañen a la colectividad.
Y se refiere, como casos específicos, a las acciones separatistas del País Vasco y de Cataluña, en donde plantea la tesis de que compete a todos los españoles, y no sólo a los vascos y catalanes, decidir la escisión de esos territorios, pues la ciudadanía española está constituida no sólo por cuestiones regionalistas sino por el grueso que da sentido a la nacionalidad.
Este principio opera para el caso que nos ocupa, respecto a ese ente indefinido que parece estado pero que no lo es; que formalmente es la sede de los poderes federales y la capital de la república, pero que en el imaginario colectivo ya no es ni lo uno ni lo otro.
En la constitución de los pueblos los llamados “mitos fundacionales” juegan un papel trascendente para el establecimiento del contrato social y para la construcción de la identidad nacional, a través de diversos símbolos que representas esos mitos. En estos sentidos importaba a los ciudadanos del país expresarse sobre la desaparición del Distrito Federal, y con ello la desaparición simbólica de lo que puede representar para todos los mexicanos la columna del ángel, el Palacio de Bellas Artes, el Monumento a la Revolución, el Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana, etcétera, pero también sus calles y avenidas, su zócalo “en el que cabe la más recia tempestad”, sus museos, sus restaurantes, su gente –por qué no decirlo–: la ciudad de los palacios ha desaparecido en su sentido identitario y ahora sólo pertenece a los ¿capitalinos? Aunque la reforma estipula, en el artículo 44, que la Ciudad de México es la sede de los Poderes de la Federación y la Capital de la República, no hay tal. Ese territorio superpoblado, hipercontaminado, inseguro, etcétera, era parte de cada uno de los que habitamos el país que nos reconocemos “mexicanos” y ahora pertenece a los habitantes de lo que hasta hace días era el Distrito Federal.
Han calificado como histórico este cambio en el estatus jurídico de la hoy Ciudad de México. La “reforma política” para ésta, ha dado muestra, una vez más, de la ineptitud y agandalle de los políticos.
El colmo de esta reforma es el diseño de la asamblea constituyente que discutirá la “anhelada” Constitución Política de la Ciudad de México. Se conformará de cien diputados: sesenta por el principio de representación proporcional (ni siquiera electos por mayoría), catorce senadores de la República, catorce diputados federales, seis diputados designados por el Presidente de la República y otros seis designados por el actual ¿gobernador? de la Ciudad de México. Yo ya no entiendo: un cuerpo legislativo, órgano representativo por excelencia, con miembros DESIGNADOS por otros poderes (ejecutivo federal y local, así como por el Congreso de la Unión) y por los partidos políticos. Si a caprichos u ocurrencias vamos, por qué no diputados de los congresos locales, o la CONAGO, o el sindicato petrolero o quienes sean, mas no los ciudadanos.
Quecosaedro era una revista de crítica política de los años 70s-80s, que se asumía como algo sin forma definida e inentendible. Muchas de las cosas que están pasando en la política mexicana parecen tener ese mismo perfil.
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