La complejidad creciente en que estamos inmersos posee una naturaleza sistémica, donde son tantas las variables interdependientes interactuando de forma simultánea, y tan pocos los actos directos que expliquen, influyan o reviertan los acontecimientos que conforman nuestro presente colectivo, que articular un relato coherente, creíble y atractivo, con el que individuo común se identifique y sea movido a la acción, resulta extraordinariamente difícil.
Habitamos de forma paralela una gran cantidad de sistemas naturales, sociales y culturales, cuya existencia estructural está tan entremezclada y a la vez está tan internalizada en nosotros que nos resulta imposible siquiera observarlos.
Hacernos conscientes de ellos exige un proceso de reflexión, observación y juicio crítico que no surge de manera automática.
En el artículo anterior, hablábamos de que el ser humano está en el umbral de una nueva Era y que para transitar hacia ella se requerían, entre otras, dos herramientas importantes. Hoy hablaremos de la primera de ellas: asumir conscientemente una visión sistémica de la existencia.
Conforme la sociedad avanza en tecnología, comercio, comunicaciones, y un larguísimo etcétera, las relaciones entre los humanos y entre los humanos y su entorno, incluyendo el resto de las especies, se entretejen alcanzando cada vez un mayor nivel de complejidad. Los relatos simples y lineales, de los que ya hemos hablado, y a partir de los cuales nos explicábamos el mundo y nuestra interacción con él, corresponden cada vez menos con la realidad concreta que debemos enfrentar y por lo tanto menos eficaces para plantear soluciones a los retos que enfrentamos en los tiempos que corren.
La complejidad creciente en que estamos inmersos posee una naturaleza sistémica, donde son tantas las variables interdependientes interactuando de forma simultánea, y tan pocos los actos directos que expliquen, influyan o reviertan los acontecimientos que conforman nuestro presente colectivo, que articular un relato coherente, creíble y atractivo, con el que individuo común se identifique y sea movido a la acción, resulta extraordinariamente difícil.
Habitamos de forma paralela una gran cantidad de sistemas naturales, sociales y culturales, cuya existencia estructural está tan entremezclada y a la vez está tan internalizada en nosotros que nos resulta imposible siquiera observarlos. De modo que, hacernos conscientes de ellos exige un proceso de reflexión, observación y juicio crítico que no surge de manera automática.
Lo primero sería entender lo que es un sistema, ya que la interacción entre varios de ellos es lo que da lugar a la complejidad en que vivimos.
Mientras que para Saussure un sistema es “una totalidad organizada, hecha de elementos solidarios que no pueden ser definidos más que los unos con relación a los otros en función de su lugar en esa totalidad1”.
Para Edgar Morin un sistema consiste en una serie de elementos interrelacionados: “se puede concebir el sistema como unidad global organizada de interrelaciones entre elementos, acciones o individuos2”.
Sintetizando las dos posturas diremos que un sistema es un conjunto de elementos en interacción recíproca que forman una totalidad en sí misma, pero que están inmersos en contextos más amplios y complejos.
Esto implica que los sistemas poseen una esencia paradójica: son autónomos en sí mismos al mismo tiempo que están inmersos en estructuras y sistemas más complejos.
¿Cuál es el sistema más simple que conocemos? Quizá el quark, que se trata de la unidad de sentido más diminuta que ha podido descubrir el ser humano. Un quark es por sí mismo, pero al asociarse con otros, crea unidades más complejas cada vez. Y, por el otro lado, el sistema más complejo que conocemos sería muy probablemente, el cerebro humano, que paradójicamente está constituido por una cantidad astronómica de quarks. Es decir, que la interacción de infinidad de sistemas simples constituye a su vez sistemas más complejos que, haciendo lo mismo, dan lugar a sistemas más grandes, inclusivos y complejos aún. Cada sistema es a la vez una totalidad, pero parte de una totalidad mayor.
Entender la complejidad de los sistemas en los que estamos inmersos y la manera en que se entrelazan permitiendo la emergencia de otros nuevos y aún más complejos tiene su dificultad de inicio, pero asumir esta realidad de forma profunda y “saberse y sentirse” parte de esa infinidad de sistemas que cohabitan de forma permanente es, a mi juicio, uno de los grandes retos que el ser humano del siglo XXI debe superar si desea continuar siendo viable como especie en la biósfera terrestre.
Ahora mismo, en nuestro cuerpo están en operación diversos sistemas (respiratorio, circulatorio, linfático, nervioso, etc.) que, funcionando de manera autónoma, pero en interacción recíproca con los demás, nos permiten estar vivos. Simultáneamente que formamos parte de un ecosistema específico según el lugar geográfico que habitemos, pertenecemos a una familia, a una región, a una comunidad, a un gremio profesional, a una empresa, a un sistema económico, político, institucional, a un sistema de creencias, a uno cultural y un largo etcétera. Y todos ellos cohabitan y se traslapan unos en otros concretando un escenario donde, en interrelación con otros individuos y con el entorno, llevamos a cabo uno a uno los actos de nuestra vida, que dan lugar a eso que entendemos como “nuestra existencia”.
Plantear nuestra biografía desde una postura sistémica es mucho más complejo que ese relato lineal y simple de efemérides cronológicas con que solemos caracterizarnos: nací el día tal, mis padres eran X, fui a la escuela Y, etc. Pero sin todas estas estructuras sistémicas soportando, influyendo y dándole cauce a nuestra presencia en el mundo, lo que comprendemos por nuestra existencia no sería posible. Ese relato biográfico, que aparenta ser lineal y simple, tiene sentido porque sin reparar en ello, intuimos este intrincado conjunto de estructuras entrelazadas y nuestra mente automática e inconsciente completa los vacíos de complejidad estructural que omitimos en el relato lineal.
Volviendo al ejemplo del cambio climático, lo mismo ocurre en nuestra relación con el planeta: nos guste o no, formamos parte de la biósfera terrestre, no como “dueños de la Naturaleza” sino como una parte más de ella, con lo cual nuestras acciones y omisiones impactan directamente en los distintos sistemas generando cambios que, una vez ocurridos, transforman el sistema en sí y en caso de ser lo suficientemente profundos, podría generar que el sistema mismo nos excluyera, volviéndose inhóspito para nuestra especie.
¿Por qué, si los sistemas siempre estuvieron ahí, apenas hace unas décadas empezamos a tomar consciencia de ellos? Porque nuestro universo de conocimiento no había alcanzado ese grado de comprensión. Sucede lo mismo que cuando hablábamos en un artículo anterior de la diferencia entre el “relato bíblico”, el “mundo newtoniano” y el “universo relativo”. Los tres relatos se refieren al mismo mundo, sin embargo cada uno de ellos expone realidades muy distintas. Así como para un individuo del siglo XXI la solución a los problemas de la biósfera no podrá encontrarlos en la Biblia, para un individuo medieval promedio, el concepto “biósfera” era imposible de ser siquiera pensado, porque carecía de las capas de conocimiento necesario para articular dicha comprensión. Para dicho individuo medieval el relato bíblico poseía toda la “verdad” que necesitaba conocer para interactuar con su realidad material, pero era insuficiente para alguien del siglo XIX que necesitaba del universo newtoniano para construir máquinas y artefactos que detonaran el desarrollo tecnológico.
Del mismo modo, un individuo del siglo XXI necesita un marco de conocimiento de la realidad distinto, más amplio y más complejo que le permita observar el entramado estructural sistémico que compone la realidad con el propósito de aprender a vivir en dicho entramado sin modificarlo al grado de destruirse a él mismo en el proceso.
La historia del conocimiento y del tránsito de un paradigma a otro nos muestra que con cada capa de complejidad (una capa representada por el relato bíblico, otra por el newtoniano y otra por el relativo), cada Era que el ser humano ha atravesado, descubre un mundo nuevo sin moverse de lugar. El planeta que habitó santo Tomás de Aquino, el que acogió a Descartes, en el que trabajó Newton y donde vivió Einstein era el mismo y sin embargo radical y literalmente distinto. Era el mismo planeta, pero, en cada caso, diferentes mundos.
Sin embargo, como decíamos arriba, no es tan simple observar y ser conscientes de dichas dinámicas complejas. En su libro Focus, Daniel Goleman llama a este fenómeno “ceguera sistémica”, que justamente explica nuestra incapacidad para comprender de forma evidente que las distintas partes de la realidad que nos rodea no son elementos aislados, sino piezas de un metasistema que opera como un todo coherente.
Dice Goleman: “Esta inconsciencia con respecto al sistema que nos rodea me desconcierta desde hace tiempo, en particular al investigar nuestra pasividad colectiva ante el peligro que nuestros actos cotidianos representan para la supervivencia del género humano3”.
Abrir nuestra percepción a la auténtica complejidad de cada uno de los ámbitos del mundo que nos rodea es un paso fundamental para que habitemos con total plenitud el siglo XXI y seamos capaces de generar una convivencia armónica tanto entre los seres humanos de todas las latitudes como con el planeta y resto de las especies que lo habitan.
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1Citado en: Morin Edgar, El Método 1. La naturaleza de la naturaleza, Novena Edición, España, Cátedra, 2010, Pág. 124
2 Morin Edgar, El Método 1. La naturaleza de la naturaleza, Novena Edición, España, Cátedra, 2010, Pág. 124
3 Goleman Daniel, Focus. El motor oculto de la excelencia, 1a Edición, México, Ediciones B, 2014, Pág. 183
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