El 19 de septiembre tiene un doble significado para los mexicanos, en particular los radicados en la capital del país. Recuerdan movimientos telúricos que han marcado esta fecha de muchas maneras, y, aunque todo ya parece conocerse, no es ocioso retomarlo. Sobre todo, considerando que, con relación a otros eventos históricos que han marcado a México, poco se ha hablado de un fenómeno telúrico que cambió para siempre a nuestro país. Autores como Carlos Monsiváis, Juan Villoro o Cristina Pacheco tienen obra publicada en torno al tema. Como mexicanos sentimos que ha faltado echarse un clavado a las entrañas de la historia para conocer las causas últimas que provocaron el daño estructural, mismo que tal vez pudo haberse evitado.
Como sucede con los grandes acontecimientos mundiales, todos los que tenemos edad para ello, recordaremos qué hacíamos en el momento en que tuvimos noticia de éstos. Yo me ubico mentalmente un 11 de septiembre del 2001, haciendo un alto en el último semáforo antes de llegar al hospital, cuando me enteré a través del noticiario matutino, que un avión acababa de estrellarse contra una de las torres gemelas del WTC en Nueva York. Chequé tarjeta y subí a recibir el turno; en la sala de Pediatría el televisor transmitía las imágenes de la segunda torre, mientras se le veía cayendo al suelo como un juego de jenga, acompañada de las palabras lapidarias del conductor: “Terrorismo”.
Igual sucede cuando traigo a la memoria aquel 1985, en el momento en que algún noticiero nacional dio cuenta de que estaba temblando en la Ciudad de México. Hoy en día parece imposible imaginarse no tener acceso a información inmediata de los sucesos; no conocer en tiempo real el avance de las labores de rescate; o la lista de los desaparecidos. En esos tiempos había que esperar a encontrarlos en las interminables listas de sobrevivientes que alguna televisora de cobertura nacional pasaba de manera continua. En esos tiempos yo me hallaba a cargo del departamento de Educación Médica del hospital; más de la mitad de los 30 becarios a mi cargo eran originarios del entonces “Distrito Federal”. Resultaba prioritario saber cómo se encontraban sus seres queridos en aquella megalópolis; fueron uno por uno al teléfono directo de la Dirección para comunicarse. Afortunadamente todos los hallaron bien. En lo personal temía por amigos médicos que vivían en el área siniestrada, y de los que no supe hasta dos o tres días después. En esa entrega de guardia del 19 de septiembre a las 7.30 horas privó un silencio sobrecogedor, que pocas veces en mi vida he vuelto a sentir.
Coincide el memorial del 85 con el del 2017, y esta vez con el decreto de día nacional de luto en el Reino Unido, con motivo de los funerales de la reina Isabel II. Impacta la forma como un país no duda en unirse en torno a un mismo dolor. En la transmisión televisiva desde Inglaterra se percibía un silencio doloroso, sobrio, inquebrantable. Las familias enteras lloraban la partida de su reina. Los conductores no dejaron de señalar cómo familias de la realeza, hasta hace poco fracturadas por distintos motivos, hoy convivían hombro con hombro para despedir a una gran soberana. Cómo las diferencias entre unos y otros se daban una tregua para vivir el duelo en santa paz.
Volviendo al caso del terremoto México 85, en cuestión de horas se organizaron brigadas de rescate y seguridad, a favor de los más afectados. El sentimiento de solidaridad privó por encima de cualesquiera diferencias que pudieran haber tenido antes de ese día. Un evento colectivo, de gran importancia para todos los participantes, condujo a un cambio de actitud; a restar importancia a cuestiones que podían salvarse de otra manera, y, finalmente, a hacer frente común. Desde diversos puntos, primero del país y luego del orbe, comenzó a llegar ayuda en especie que era enviada a la Ciudad de México para subsanar las necesidades más elementales.
Algo queda muy claro: el músculo ciudadano es poderosísimo cuando actuamos en torno a una causa única que consideramos justificada, dispuestos a no escatimar lo propio en aras del bienestar colectivo. Hay motivos que despiertan dicha solidaridad, que nos conducen a desechar las diferencias y unirnos por razón de las coincidencias para actuar. Cada uno con su propia identidad, sus convicciones religiosas o su historia personal, sumando esfuerzos a favor de un proyecto así de grande como trascendente.
Las lecciones del ayer, las de otras latitudes: Todas ellas como una invitación a ser generosos, a sumar voluntades, a reconocer el bienestar de otros como si fuera propio. A ensayar por un rato de cuánto somos capaces de sublimar, cuando así se requiere.
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