Sobre la objeción de conciencia

A continuación se ofrece una reflexión sobre la objeción de conciencia, analizando las posturas a favor y en contra.  

8 de octubre, 2021

En las últimas semanas han vuelto a resurgir las posturas a favor y en contra de la objeción de conciencia. Se ha dicho, por parte de los defensores, que ante un posible mal grave que una persona se vea forzada a cometer por una ley, debe tener derecho a oponerse al mismo individualmente. Los que rechazan la objeción de conciencia han dicho que es como “un cheque en blanco” en donde implicaría negar derechos ganados a otras personas en nombre de una postura individual.

En realidad ambos tienen algo de razón. Los defensores argumentan que no se puede objetar cualquier procedimiento, sino algunos de ellos en los que esté en juego la vida de las personas o de lo que consideran que son personas como en el caso del aborto. Puede plausiblemente suponerse que no hay objetores en todas las áreas críticas; así, sería extraño que un médico que en consulta privada dé anticonceptivos y píldoras del día después fuese un objetor en el ámbito público. Lo anterior lleva a que no tiene por qué darse la situación de una falta de atención a un individuo concreto porque prácticamente siempre habría alguien que atendiese el servicio solicitado.

Los objetores, por otro lado, temen que en situaciones como las urgencias médicas (entendido en un sentido amplio, no sólo restringido a lo que suele suceder en salas de urgencias de hospital), no haya quién atienda el caso. Por ejemplo, una mujer que se presenta a solicitar un aborto en el límite de tiempo legal, alrededor de las doce semanas, y debido a que se presente objeción, durante el transcurso que se resuelve la situación, la mujer ya no pueda acceder al servicio.  

Por supuesto que tener objeción de conciencia complica los procedimientos: el respetar las diferencias y sentidos de vida de las personas impide tratarlas de manera homogénea. De hecho creemos que debe haber ajustes. Por ejemplo, la educación debe adaptarse a las realidades y aspiraciones de grupos determinados de población. La objeción de conciencia por eso se ha presentado no sólo en el ámbito de la atención en salud sino en otros ámbitos como el servicio militar. 

No hay que negar que, pese a lo señalado, se da un auténtico choque de valores: el defensor del aborto cree que el embrión no es una persona sujeta de derechos y el que se opone cree que es una persona. Ese conflicto puede argumentarse en el campo racional, ya que muchos objetores del aborto no son religiosos, sino consideran que los argumentos derivados de la embriología y la ciencia que el desarrollo del embrión no tiene saltos cualitativos sino es un todo continuo: una persona en desarrollo. Los objetores consideran que hasta que no aparecen estructuras necesarias (mas no suficientes), para poder tener conciencia, como los inicios del sistema nervioso no se está ante un sujeto de derechos. No obstante, lo que quiero resaltar es que la objeción de conciencia, aun por motivos religiosos, se funda en la realidad de que las personas necesitan desarrollarse en plenitud conforme a sus propias visiones del mundo. Estas visiones del mundo colisionan y lo que se busca con las leyes es disminuir los conflictos sin sacrificar a los individuos. Por supuesto, hay formas de vivir que no requieren objeción de conciencia como el ser veganos. Puedo considerar erróneo el consumir animales, pero yo puedo abstenerme de ellos. Eso sí, el objetor de conciencia no debe obstaculizar a su contrario, pero pide que no se le obligue a ir en contra de su conciencia en temas, por supuestos que implican valores centrales.  

En materia religiosa es fácil entender por qué se plantea la objeción de conciencia. Por ejemplo, cuando Iglesia Católica plantea el tema de la eutanasia señala:

Ante las leyes que legitiman – bajo cualquier forma de asistencia médica – la eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier cooperación formal o material inmediata. Estas situaciones constituyen un ámbito específico para el testimonio cristiano, en las cuales «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). No existe el derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para tutelar la vida y la coexistencia entre los hombres, no para causar la muerte. Por tanto, nunca le es lícito a nadie colaborar con semejantes acciones inmorales o dar a entender que se pueda ser cómplice con palabras, obras u omisiones (1).

Naturalmente lo anterior tiene supuestos ontológicos y epistemológicos de corte religioso como es la idea de la vida como un don de Dios, donde el hombre sólo puede custodiar, pero no disponer de ese bien. Además, la idea de que es posible conocer “la voluntad de Dios” es de carácter religioso. 

Claro está que también puede objetarse la eutanasia desde una óptica de la ética médica: los actos de dar muerte a alguien como tal no constituyen actos médicos (primero no dañar) ya que no entra en ninguna de las categorías que incluso la Ley General de Salud:

Artículo 33. Las actividades de atención médica son: I. Preventivas, que incluyen las de promoción general y las de protección específica; II. Curativas, que tienen como fin efectuar un diagnóstico temprano y proporcionar tratamiento oportuno; III. De rehabilitación, que incluyen acciones tendientes a optimizar las capacidades y funciones de las personas con discapacidad, y IV. Paliativas, que incluyen el cuidado integral para preservar la calidad de vida del paciente, a través de la prevención, tratamiento y control del dolor, y otros síntomas físicos y emocionales por parte de un equipo profesional multidisciplinario. (2).

Así que la práctica médica no entra el producir la muerte de alguien, por eso sería lícito oponerse a la eutanasia.

En conclusión lo que se pretende mostrar es que la objeción de conciencia no es un asunto que deba limitarse a creencias religiosas, además entendidas como subjetivas e irracionales, sino que se han planteado argumentos que no presuponen las mismas y que deben de incluirse en la discusión racional del tema. 

Referencias:

  1. Carta Samaritanus bonus de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida, 9.  14 de julio de 2020. Disponible en: https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2020/09/22/carta.html
  2. Ley General de Salud. (2021). México. Disponible en: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/pdf_mov/Ley_General_de_Salud.pdf

 

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internacional de la mujer y sus luchas históricas, luego de tres años muy crudos de la pandemia por Covid-19. La emergencia sanitaria representó un retroceso importante en el desigual camino de las mujeres en su aspiración por ser independientes económicamente, así como la obtención del reconocimiento laboral y profesional en un mundo capitalista que siempre privilegia al género masculino. Al reflexionar sobre el sistema patriarcal profundamente arraigado en México me remontó a la cultura y costumbres que en mi infancia y adolescencia nunca cuestioné, dentro de un contexto de invisibilización de la lucha de las mujeres por sus derechos. Me era común ver como a las niñas se les educaba para aprender las labores domésticas del hogar, mientras que a los niños se les dispensaba de colaborar en alguna labor señalada como propia de las mujeres. Te podría interesar: García Luna, el narcopolicía (ruizhealytimes.com) En la tradición familiar observé cómo muchos tíos míos nunca supieron lo que era lavar un plato, limpiar pisos o cocinar algo, salvo que por causas de fuerza mayor se requiriera colaborar con las labores domésticas. Parecía inculcarse que si un esposo o concubino era un buen proveedor económicamente, la pareja femenina debía servir y protegerlo hasta la muerte, por así estar convenido socialmente. En varias familias de aquella clase media capitalina de la postguerra mundial que permitió a los mexicanos tener un nivel de vida holgado, nunca vi a los miembros masculinos reconocer las arduas jornadas domésticas que realizaban “las mujeres de la casa”. Incluso se llegaba a estigmatizar que el trabajo del hogar, en sí mismo no era un trabajo, no contaba como experiencia laboral alguna y por lo general era una obligación casi devocional que las mujeres debían realizar por la tradición de los cánones sociales. Aprendí a colaborar en el hogar por necesitarse un mayor número de manos en las interminables labores domésticas de una casa modesta, que por una educación que se encaminara a la igualdad. Durante el denominado milagro mexicano se logró hacer accesible a la clase media patrimonio como inmuebles, acceso a sistemas de salud, algo de educación de calidad y sobre todo un salario que permitía el desarrollo de la familia tradicional. Por lo que las esposas, no requerían de laborar para apoyar a la familia económicamente, pero sobre todo era natural que si estás obtenían algún ingreso monetario, en realidad era una extensión del salario “del jefe” familiar.  Conocer una mujer divorciada era un hallazgo solo comparable a un avistamiento OVNI, o tan inusual como quien se sacaba la lotería. No recuerdo mucho énfasis en la educación sexual que recibí por parte de mis padres, sumado a que la moral católica imperaba en conocer lo menos posible sobre el pecaminoso tema del sexo. No era imaginable que se hablara de anticonceptivos, interrupción del embarazo, libertad sexual, mucho menos identidad de género que eran conceptos en desarrollo, pero que para aquella época de “bonanza” y buenas costumbres, hubieran sido un choque cultural parecido a un cataclismo. En la televisión solo existían telenovelas que repetían el cuento de la cenicienta con muy pocas modificaciones en el desarrollo de los personajes. Para que una protagonista ascendiera socialmente era necesario que su pureza estuviera garantizada, sin importar mucho que su educación fuera apenas básica, ya que para la trama lo único esencial es que al relacionarse con un hombre productivo, su condición de inferior sería cambiada al transformarse en la esposa de un empresario exitoso. La única excepción existente era que se descubrieran sus lazos sanguíneos perdidos, por alguna desgracia, que la reconocieran  como parte de la oligarquía. Al llegar “las modas” de mayor apertura a la sexualidad, la democracia, las libertades sociales y derechos de las mujeres, estas eran tratadas de forma velada, nunca se dio un espacio importante en los pocos programas de análisis existentes y por lo general se privilegiaba evitar tocar temas polémicos. La sociedad mexicana, históricamente conservadora, gustaba de vivir en el mayor inmovilismo posible que sentenciaba a las mujeres a continuar bajo el yugo del poderoso patriarcado disfrazado de protección masculina. Películas y series controversiales eran censuradas o editadas para que no ofendieran las buenas conciencias mexicanas. Los horarios para las series norteamericanas donde hubieran escenas de mujeres en bikini, sexualidad abierta o temas como la infidelidad eran cercanos a la media noche y siempre cuidando el contenido mediante la edición de las escenas más controversiales, en detrimento de la historia artística original. Los escasos noticieros cumplían como una extensión del cuidado de las audiencias nacionales a las que había que evitarles se contaminaran con ideologías ajenas a nuestra tradición trabajadora y católica, por el ende el feminismo en sus etapas de desarrollo era algo prohibido dentro del arcaico sistema político que sentía haber cumplido con permitir el sufragio femenino. Los contenidos predominantes en los medios de comunicación siempre fueron la familia tradicional, si se llegaba a mencionar a algún gay o una mujer que pretendiese romper con los estándares machistas impuestos, su inclusión estaba destinada para la mofa fácil y exhibirles como fuera de la norma aceptada. Las contadas mujeres empoderadas en las series de televisión eran producto de programas internacionales, y por la misma composición social de la hegemonía PRI-gobierno, se mostraba que esas mujeres eran ajenas a una realidad nacional. 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El Club Guadalajara se fundaría en 1906 como el Union Football Club, el América en 1916, el Cruz Azul en 1927 y en 1943 llegaría la primera liga profesional. Décadas más tarde entrarían las televisoras más importantes del país a escena, potenciando su alcance. A lo largo de los años, hemos visto surgir y desaparecer equipos y jugadores tales como el famoso Campeonísimo, el América de Reinoso, los Pumas de Cabinho, el Necaxa de Aguinaga, el Toluca de Cardozo y muchos, muchos otros; selecciones nacionales, aún recordadas tanto para bien como para mal, han ido y venido como la del 70, la del 86, la del 94, la del 2006 y no cabe duda de que la afición continúa ahí al pie del cañón, observando, apoyando.     Te podría interesar: Hábitos (esenciales) de mi vida diaria (ruizhealytimes.com) Interesante sería por otro lado analizar el por qué, dado que a través de los años el deporte de las patadas nos ha brindado más sinsabores y frustración que alegrías y/o victorias, sobre todo en el ámbito internacional. Siendo objetivos a lo largo de casi 100 años de historia, entre la etapa aficionada y la profesional, en nuestro país han surgido dos, quizás tres jugadores de futbol capaces de competir en alguno de los mejores clubes, en las ligas más competitivas del mundo. Capaces de ganarse un lugar. Capaces de dejar una huella indeleble en la historia. A nivel selección, nuestro país ha tenido un chispazo con su escuadra juvenil, la cual obtuvo la presea áurea en el año 2012 y dos con la mayor, que resultaron subcampeones en la Copa América del 93 y en la del 2001, hace 30 y 22 años respectivamente.  Y nada más.  Considerando que actualmente nuestro país suma casi 130 millones de connacionales, el hecho de que países como Holanda, Francia, Japón, Croacia, Corea del Sur y Marruecos entre varios más y de distintos continentes, con una fracción de nuestra población total y menos “futboleros” hayan brindado al mundo jugadores y selecciones de la más alta categoría y a nosotros nos siga constando sudor y lágrimas encontrar, cada cuatro años, a 11 fulanos que logren patear un balón medianamente bien, sin duda incita a la reflexión.   Hablando de manera general, el nivel del seleccionado nacional refleja el pobre nivel del torneo local: con sus numerosos extranjeros (algunos brillantísimos, muchos mediocres), con su tabla de puntos y sus repechajes, con su ascenso y descenso intermitente, con su liguilla y por supuesto, con sus jugosos contratos publicitarios. Con jugadores nacionales que en México valen millones de dólares (y así se venden o pretenden vender a algún incauto club nacional o extranjero) que en cualquier otro lugar valdrían cientos o decenas de miles y todo para jugar algunos pocos y calentar la banca muchos más. Con técnicos sobrevalorados sólo por el hecho de ser extranjeros. Con mafias de dueños y representantes. Con sus naturalizados. Y sus negocios y acuerdos turbios. Al mundo lo mueve el dinero y el deporte no es en sentido alguno una excepción.  A pesar o quizás derivado de lo anterior, resulta evidente que otros deportes con menos apoyo, difusión y presupuesto lo han hecho mejor: más mexicanos han triunfado en la MLB de los que lo han hecho en La Premier o en La Liga. ¿Qué podemos decir de Fernando Valenzuela, Aurelio Rodríguez, Adrián González, Vinicio Castilla, Jorge Cantú, Esteban Loaiza, Joakim Soria y Teodoro Higuera? Y en pleno 2023, tenemos que hablar de José Urquidy, Patrick Sandoval, Julio Urías e Isaac Paredes, entre muchos otros.   Sin embargo, el béisbol en México continúa siendo un deporte de nicho (31.6 millones de aficionados acorde con Nielsen), practicado y seguido en determinados estados del país (Sinaloa, Sonora, Coahuila, Baja California, Nuevo León, Yucatán, Campeche y la Ciudad de México) sin un alcance nacional. Irónico porque la primera Liga Profesional de Béisbol en nuestro país se instauró en 1925, casi 20 años antes que la de fútbol. Y cuenta, actualmente, con dos ligas competitivas: la Liga Mexicana de Béisbol y la Liga del Pacífico. Adicionalmente, para un país que comparte más de 3,140 kilómetros de frontera con los Estados Unidos de América, esta disonancia resulta curiosa, por decir lo menos: ¿por qué hay más aficionados a un deporte importado de Inglaterra que a uno estadounidense, en el que además somos buenos o muy buenos?  Recientemente el World Baseball Classic, donde la selección de Japón nos eliminó en un último inning de alarido, mostró al aficionado mexicano (de siempre y eventual) así como al mundo la gran actuación y nivel de jugadores como Sandoval, Arozarena, Meneses, Téllez. El WBC ratificó por enésima vez lo que son capaces de lograr deportistas profesionales comprometidos. Una buena actuación por parte de los relevistas (Urquidy, Gallegos, Cruz) y/o mejor ritmo por parte de Urías y no estaríamos hablando “sólo” de haber llegado a semifinales. ¿Alguien es capaz de visualizar al seleccionado mexicano llegando a las semifinales o incluso a la final de la Copa Mundial de Futbol?  A pesar de lo anterior, tras la eliminación del combinado tricolor todo volvió la normalidad y muchos, muchísimos perdieron el interés. Sólo unos pocos, los de siempre, siguieron el gran juego que brindaron estadounidenses y japoneses durante la final. Algo diferente de lo que ocurrió durante la Copa del Mundo, donde los aficionados siguieron los partidos restantes a pesar de la habitual eliminación de la selección mexicana temprano en el torneo. Y hablando de apoyo en materia de estímulos económicos, la diferencia entre ambos mundos es notoria: mientras que la selección mexicana de béisbol, al mando de Benji Gil, se llevó $1.5 millones de dólares por haber alcanzado las semifinales, la de futbol se embolsó $10.5 millones, también de dólares, por quedarse en la fase de grupos en Qatar 2022, comandados por el “Tata” Martino; de haber avanzado de ronda, se habría llevado $13 millones y en caso de haber sido campeones, $44 millones de billetes verdes.    El automovilismo es otro buen ejemplo de lo mismo.  A pesar de que existen muchos, pero realmente muchos mexicanos que se subieron al barco de la Fórmula Uno cuando Sergio Michel Pérez Mendoza pasó a formar parte de Oracle Red Bull Racing y con la reinstauración del GP de la Ciudad de México en el Autódromo Hermanos Rodríguez (con casi 400,000 asistentes en su última edición) lo cual siempre es bienvenido, una gran parte lo hizo más para obtener la selfie que por verdadera afición; muy pocos seguían la máxima categoría del deporte motor antes de eso y por supuesto, menos aún la carrera de “Checo” desde sus tiempos con Racing Point, Force India e incluso con la extinta Sauber y en GP2.   Y resulta inobjetable que el automovilismo en sus distintas categorías y datando desde finales de los años 50 y principios de los 60 (incluyendo LE MANS e INDY hasta NASCAR) nos ha brindado historias, triunfos y personajes extraordinarios: Pedro y Ricardo Rodríguez, Adrián Fernández, Moisés Solana, Héctor Rebaque, Jorge Goeters, Daniel Suárez, Luis “Chapulín” Díaz, Michel Jourdain, Patricio “Pato” O’Ward y muchos, muchos otros además del buen Sergio Pérez, quien con base en el esfuerzo y la dedicación logró hacerse de uno de los 20 lugares que existen en F1 y hoy, tras haberse ya celebrado el GP de Baréin y Arabia Saudita, está peleando por el campeonato de pilotos 2023.  En el ámbito olímpico pasa lo mismo: ¿cuántos mexicanos siguen las competencias/clasificaciones ecuestres, de marcha, clavados, halterofilia, tiro con arco, boxeo, etc.? ¿Cuántos medios las trasmiten? Muy, muy pocos, con excepción de las competencias oficiales, sobre todo Panamericanos y Olímpicos.  Y de ahí han emergido Joaquín Capilla con 4 medallas (1 de oro, 1 de plata y 2 de bronce), María del Rosario Espinoza (con una de cada metal), Rubén Uriza (una de plata y una de bronce), Raúl González, Paola Espinoza, Soraya Jiménez, Alejandra Orozco, Ana Gabriela Guevara (en lo que se convirtió ahora como funcionaria es otra historia), Fernando Platas, Germán Sánchez y otros varios. Muchas más preseas individuales de las que tiene la selección olímpica de fútbol en toda su historia. Ahora bien, ¿qué tanto impulso se les da a dichos deportes y deportistas? Poco o nulo, porque a pesar de sus éxitos, del esfuerzo y la disciplina, la derrama económica no está ahí. Por eso vemos a los atletas olímpicos vendiendo comida, boteando, organizando campañas en redes para costear los uniformes, viajes y equipo que la Comisión Nacional del Deporte y sus Federaciones no les proporcionan.  El verdadero negocio en nuestro país está en el deporte de los millones (de dólares y de aficionados) y la CONADE y la FMF lo saben bien. De acuerdo con el sitio Sportico, Apollo Global Management, una compañía estadounidense enfocada en los medios deportivos, estaba interesada en pagar $1.5 billones de dólares (la vigencia del contrato no fue revelada) a cambio de un porcentaje de los derechos televisivos de la Liga MX apenas el año pasado.  Como se puede apreciar, el futbol es un negocio redondo: uno que brinda enormes ganancias para jugadores, patrocinadores y asociados sin que requiera de ningún logro u objetivo cumplido en el corto, mediano o largo plazo. Acorde con el último estudio elaborado por la Liga MX, existen más de 98 millones de aficionados al fútbol en el país y otros 60 millones en EUA; lo cual implica que, hoy por hoy, hay más fanáticos futboleros que católicos en México.  El futbol mexicano es consumido y vende sólo por existir.  Alguna contratación aquí y otra allá. Un tour ocioso de “preparación” para venderle boletos a los paisanos en California o en Chicago. Una camiseta con algunas modificaciones en el diseño, un cambio de técnico por otro extranjero y listo, la misma mediocridad de los últimos 80 años preparada y envuelta para ofrecerse al mejor postor: el aficionado. Y obviamente éste la compra.  Te podría interesar: El cristianismo y la aparición del SIDA (ruizhealytimes.com) ¿Qué será aquello que, en nuestro inconsciente colectivo, empuja al mexicano a irle al Cruz Azul, al Necaxa, al Atlas, a equipos que no lograban hacerse de un título en los últimos 20, 30 o 60 años? ¿Qué hay en nuestro ADN que nos impulsa a ver un soporífero Mazatlán contra San Luis? ¿Será acaso la misma razón por la cual estamos acostumbrados a festejar nuestras derrotas “con la frente en alto”? ¿Al “ya merito”? ¿Al “si se puede”, que nunca puede? ¿Es que acaso tenemos una natural predisposición para el martirio y/o el masoquismo? Probablemente.    Socioculturalmente, los mexicanos estamos predestinados a la derrota más que a la victoria, en buena medida porque estamos más acostumbrados a la ley del mínimo esfuerzo que a la disciplina y la exigencia. Adicionalmente, nos identificamos más con el débil que con el fuerte. Nuestros descalabros son normales, previsibles y cualquier cosa que escape de ese funesto guión merece ser celebrado. Y esas filias y fobias son difíciles de erradicar. Algunos pocos lo han logrado, basándose más en sus propios niveles de exigencia, un notorio deseo de sobresalir y el talento individual que en el conjunto social que representan: Hugo Sánchez, Rafael Márquez y Javier Hernández, pero no es en absoluto lo habitual.  Ser parte de la élite del fútbol es mucho más que un largo contrato (que paga, se gana o se pierda), un buen sueldo, una casa en un country club, shopping en California o Arizona, firmar algunos autógrafos en el hotel o el aeropuerto y lucir bolsas de mano Gucci o Louis Vuitton como les encanta a nuestras “estrellas” futboleras, que parecen entender lo anterior como la cima del éxito. Y en buena medida probablemente lo sea, porque no exige mucho a cambio.   Sin ninguna duda, para mejorar el nivel de la liga, del seleccionado nacional y del deporte mexicano en general deberían darse cambios numerosos, de fondo: Difusión, impulso, promoción. Proveer de recursos, planes, objetivos, estrategias y metas en el corto, mediano y largo plazo. Un análisis puntual de sus fallas y carencias. Restructurar instituciones, eliminar vicios y mafias. Scouting. Una formación integral desde edades tempranas, como lo hicieron los equipos asiáticos, europeos y los mismos estadounidenses, ahora líderes en CONCACAF. Pero es difícil que esto suceda porque el deporte no es sino reflejo de México y sobre todo, de los mexicanos. Unos pocos individuos excepcionales que luchan y triunfan contra todo y contra todos (y quizás algo de suerte) y muchos, pero muchos más que se conforman con navegar en un mar de mediocridad. Y corrupción. Y favoritismo. Y xenofilia. Y negocios oscuros. Y dinero, muchísimo dinero.    Adicionalmente el futbol está ahí, siempre está ahí, disponible: como remanso de la ajetreada vida, los viernes, los sábados, los domingos, en casa o en el estadio, por más mediocre que sea, para entretenernos un rato. Para gritar, para llorar, para servir de catarsis. Para mantener un ciclo que involucra a futbolistas, técnicos, directivos y patrocinadores. Y para brindar uno que otro chispazo de brillantez en algún momento dado, aunque éste tarde años o décadas en llegar.  Y eso, para decenas de millones de aficionados mexicanos, es más que suficiente.  Mientras este penoso proceso se repite torneo tras torneo y mundial tras mundial (sea el técnico Ricardo Lavolpe, Javier Aguirre, Sven Göran Eriksson, El “Tata” Martino o Diego Cocca, dado que ese no es el problema fundamental, como tampoco las malas salidas de Ochoa ni la falta de contundencia de los delanteros ni el ya clásico #LaCulpaESDeLayún y otros hashtags parecidos) con o sin descenso, con o sin multipropiedad, un servidor continuará siguiendo con atención el desarrollo de la temporada de Fórmula Uno y el inicio de la temporada de béisbol, al tiempo que se pregunta: ¿por qué de entre tantos, el más popular y simultáneamente, el peor de los deportes nacionales es siempre el #$% futbol?  Quizás la respuesta resulta evidente pero todos (jugadores, directivos y aficionados) se encuentran muy cómodos con esa insultante mediocridad y están muy poco dispuestos a hacer algo para intentar siquiera modificarla, salvo a lanzar algunos abucheos ocasionales desde el anonimato que brinda la enormidad del estadio por parte de los últimos.  Nos leemos la semana entrante.  Twitter: @NavarreteFdo" ["post_title"]=> string(27) "¿Por qué el #$%& fútbol?" 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La emergencia sanitaria representó un retroceso importante en el desigual camino de las mujeres en su aspiración por ser independientes económicamente, así como la obtención del reconocimiento laboral y profesional en un mundo capitalista que siempre privilegia al género masculino. Al reflexionar sobre el sistema patriarcal profundamente arraigado en México me remontó a la cultura y costumbres que en mi infancia y adolescencia nunca cuestioné, dentro de un contexto de invisibilización de la lucha de las mujeres por sus derechos. Me era común ver como a las niñas se les educaba para aprender las labores domésticas del hogar, mientras que a los niños se les dispensaba de colaborar en alguna labor señalada como propia de las mujeres. Te podría interesar: García Luna, el narcopolicía (ruizhealytimes.com) En la tradición familiar observé cómo muchos tíos míos nunca supieron lo que era lavar un plato, limpiar pisos o cocinar algo, salvo que por causas de fuerza mayor se requiriera colaborar con las labores domésticas. Parecía inculcarse que si un esposo o concubino era un buen proveedor económicamente, la pareja femenina debía servir y protegerlo hasta la muerte, por así estar convenido socialmente. En varias familias de aquella clase media capitalina de la postguerra mundial que permitió a los mexicanos tener un nivel de vida holgado, nunca vi a los miembros masculinos reconocer las arduas jornadas domésticas que realizaban “las mujeres de la casa”. Incluso se llegaba a estigmatizar que el trabajo del hogar, en sí mismo no era un trabajo, no contaba como experiencia laboral alguna y por lo general era una obligación casi devocional que las mujeres debían realizar por la tradición de los cánones sociales. Aprendí a colaborar en el hogar por necesitarse un mayor número de manos en las interminables labores domésticas de una casa modesta, que por una educación que se encaminara a la igualdad. Durante el denominado milagro mexicano se logró hacer accesible a la clase media patrimonio como inmuebles, acceso a sistemas de salud, algo de educación de calidad y sobre todo un salario que permitía el desarrollo de la familia tradicional. Por lo que las esposas, no requerían de laborar para apoyar a la familia económicamente, pero sobre todo era natural que si estás obtenían algún ingreso monetario, en realidad era una extensión del salario “del jefe” familiar.  Conocer una mujer divorciada era un hallazgo solo comparable a un avistamiento OVNI, o tan inusual como quien se sacaba la lotería. No recuerdo mucho énfasis en la educación sexual que recibí por parte de mis padres, sumado a que la moral católica imperaba en conocer lo menos posible sobre el pecaminoso tema del sexo. No era imaginable que se hablara de anticonceptivos, interrupción del embarazo, libertad sexual, mucho menos identidad de género que eran conceptos en desarrollo, pero que para aquella época de “bonanza” y buenas costumbres, hubieran sido un choque cultural parecido a un cataclismo. En la televisión solo existían telenovelas que repetían el cuento de la cenicienta con muy pocas modificaciones en el desarrollo de los personajes. Para que una protagonista ascendiera socialmente era necesario que su pureza estuviera garantizada, sin importar mucho que su educación fuera apenas básica, ya que para la trama lo único esencial es que al relacionarse con un hombre productivo, su condición de inferior sería cambiada al transformarse en la esposa de un empresario exitoso. La única excepción existente era que se descubrieran sus lazos sanguíneos perdidos, por alguna desgracia, que la reconocieran  como parte de la oligarquía. Al llegar “las modas” de mayor apertura a la sexualidad, la democracia, las libertades sociales y derechos de las mujeres, estas eran tratadas de forma velada, nunca se dio un espacio importante en los pocos programas de análisis existentes y por lo general se privilegiaba evitar tocar temas polémicos. La sociedad mexicana, históricamente conservadora, gustaba de vivir en el mayor inmovilismo posible que sentenciaba a las mujeres a continuar bajo el yugo del poderoso patriarcado disfrazado de protección masculina. Películas y series controversiales eran censuradas o editadas para que no ofendieran las buenas conciencias mexicanas. Los horarios para las series norteamericanas donde hubieran escenas de mujeres en bikini, sexualidad abierta o temas como la infidelidad eran cercanos a la media noche y siempre cuidando el contenido mediante la edición de las escenas más controversiales, en detrimento de la historia artística original. Los escasos noticieros cumplían como una extensión del cuidado de las audiencias nacionales a las que había que evitarles se contaminaran con ideologías ajenas a nuestra tradición trabajadora y católica, por el ende el feminismo en sus etapas de desarrollo era algo prohibido dentro del arcaico sistema político que sentía haber cumplido con permitir el sufragio femenino. Los contenidos predominantes en los medios de comunicación siempre fueron la familia tradicional, si se llegaba a mencionar a algún gay o una mujer que pretendiese romper con los estándares machistas impuestos, su inclusión estaba destinada para la mofa fácil y exhibirles como fuera de la norma aceptada. Las contadas mujeres empoderadas en las series de televisión eran producto de programas internacionales, y por la misma composición social de la hegemonía PRI-gobierno, se mostraba que esas mujeres eran ajenas a una realidad nacional. El camino “al triunfo” para una connacional tenía como requisitos: ser guapa, sumisa y sobre todo, evitar confrontarse  con los hombres de poder.  Te podría interesar: García Luna culpable, Calderón cómplice (ruizhealytimes.com) Recuerdo a la meritocracia masculina dominar, aun en mis etapas de universidad donde las mujeres lograban tener un espacio verdadero de desarrollo profesional, pero insuficiente para ocupar espacios privilegiados.  A pesar de los avances gigantescos en los derechos de las mujeres en estos tiempos, su rezago económico y de oportunidades es una dolorosa deuda que no termina de saldarse. Incluso quienes tratamos de ser empáticos y solidarios con sus inmensas luchas, padecemos aún desde la infancia de micromachismos que no logramos comprender y erradicar, al haber padecido décadas de influencia donde la cultura patriarcal que nos educó como replicadores de un sistema que privilegiaba la desigualdad entre los géneros." 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