Actualmente se ha planteado el diálogo como un solucionador de problemas. Es verdad que en ocasiones necesitamos ponernos de acuerdo sobre un objetivo común y el diálogo se constituye en un medio para lograrlo. Se considera como un valor esencial el “estar abierto al diálogo” en cualquier situación de conflicto de intereses.
No obstante, es frecuente que en la resolución de conflictos se crea que la apertura al diálogo es la solución del problema en sí mismo. Estrictamente eso no es así, incluso, el descubrimiento de la verdad, producto de un auténtico diálogo, puede llevar a más desacuerdo o a un alejamiento de tipo práctico en donde ya no se puede poner uno en la misma sincronía con las personas con las que se dialoga.
En Bioética, y en ética en general, esto es frecuente. Si, por ejemplo, hay una discusión sobre la prohibición o no de la eutanasia se llega a pensar que se necesita un “debate abierto y plural”. La cuestión es que el fin de realizar dicho debate es encontrar la verdad. La búsqueda de la verdad implica en primer lugar el reconocer que existe la misma. Se debe dejar de lado el “pensamiento débil” de que todo es opinable, entendido esto último, como una renuncia a la verdad, quedando sólo la imposición del más fuerte: el que tiene más difusión, el que es más conocido en el ámbito de una disputa, entre otros factores.
Lo anterior no elimina las dificultades en el diálogo. En temas éticos existen zonas “grises” en donde surge la perplejidad moral: tenemos en mente normas universales que nos parecen claras en cuanto su contenido verdadero, pero al querer aplicarlas a casos concretos se desvanece la claridad de su aplicación. Por ejemplo, la proposición “Todos tenemos derecho a la vida” se vuelve obscuro en los casos de la atención al final de la vida: si alguno por su voluntad propia o la de otros suspende un tratamiento médico por falta de presupuesto, ¿atenta contra su vida? O incluso con mayor precisión ese “derecho a la vida” se ve frustrado cuando existe un tratamiento para atender una enfermedad, pero que no encuentra, por ejemplo, en el sector público de atención sanitaria o sencillamente está agotado en el mercado. ¿Qué tanto es injusto? En abstracto parecería que debe de disponerse de todos los medios de salud, pero en la práctica hay que tomar decisiones de racionalidad en la distribución de recursos. No se puede tener todo. No obstante lo anterior, nos podría hacer pensar que entonces se comete una injusticia. O dicho de otro modo, que es verdad que se comete una injusticia.
De nuevo surge la idea de diálogo. ¿Acaso el crear una “mesa de diálogo” resuelve la cuestión? Si se deja todo al diálogo queda claro, en el último ejemplo señalado, que el asunto no se resuelve. Se resuelve con acción. Esa acción por supuesto debe ser guiada por la verdad, pero no sustituye el razonamiento práctico de adecuar el valor, en este caso de justicia, con la realidad. Dicho en otros términos: el diálogo por el diálogo es estéril si no está comprometido a reconocer la realidad. Si se establece el “diálogo” como una lucha de egos, en donde lo importante es imponer mi visión, sin contrastarla con la realidad y sin estar dispuesto a modificar la opinión propia ante la presencia de las evidencias que se descubren con la observación y el razonamiento, se convierte en un acto inútil. Una primera regla práctica antes de iniciar un diálogo es que entonces admitamos que existen verdades y que las mismas son accesibles al hombre. Lo anterior implica una auténtica humildad ante la realidad: reconocer que solo, no puedo descubrir todas las aristas de un problema. El dialogar, si es auténtico, implica apertura a las razones de todos los involucrados. En el momento en que se cierra esa humildad, el diálogo decae y se convierte en palabrería, es decir, la utilización de la palabra como un arma para defenderme del otro y no para el encuentro con el otro.
Lo anterior conecta a otro elemento muy importante: la confianza hacia el interlocutor. El diálogo como apertura a la realidad implica confiar en las capacidades de los demás. Si no se confía en la honestidad de las otras personas de reconocer lo real y aceptarla como tal, o si uno mismo, de inicio, rechaza cualquier posibilidad de cambiar de opinión frente a la evidencia, el diálogo es inútil, queda claudicado desde antes que comience.
Un elemento adicional del diálogo es que debe haber una base común de donde parta el diálogo. Si todo es cuestionable entonces es imposible llegar a alguna conclusión razonable. Esa base común implica conocer del tema o investigarlo para que el diálogo sea fructífero.
En suma, el diálogo debe cubrir los requisitos de confianza, apertura a lo real (aceptación de la verdad), una base objetiva de donde parta el diálogo para que el mismo sea auténtico.
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