La narración utilizada como ejemplo produce inquietud y desasosiego al resaltar lo misterioso e inescrutable que puede resultar el tejido del que está hecha la realidad.
Ante coincidencias de semejante calado, permanecemos estupefactos sin saber a ciencia cierta qué pensar o cómo interpretarlo. ¿Tú cómo la interpretas?
Si te contara que existe una narración ficticia donde se cuenta la historia de un trasatlántico, el más grande jamás construido, al que se le colocó la etiqueta de “insumergible”, pero que, en su viaje inaugural choca con iceberg, se hunde, y, debido a la falta de botes salvavidas perece la mayor parte de su tripulación, me dirías que no te resulta en nada original porque es una calca de lo ocurrido con el Titanic. Yo tendría que darte la razón: incluso la falta de originalidad llegaría hasta el hecho de al barco de historia de ficción lo bautizaron con el nombre de “Titán”. Sin embargo, hay un pequeño detalle, muy inquietante por cierto, que lo cambia todo: la sinopsis relatada corresponde a la novela Futility o The Wreck of the Titan (El Naufragio del Titán o Futilidad) , escrita por Morgan Robertson en 1898; es decir que el hundimiento del “Titán” literario tiene lugar catorce años antes de la noche del 14 al 15 de abril de 1912, en que se hundió el verdadero transatlántico RMS Titanic.
Si recorremos la narración ficticia, las semejanzas entre la novela y la realidad ocurrida catorce años después resulta estremecedora. Por ejemplo, tanto el Titán como el Titanic se hundieron en el Atlántico Norte. Ninguno de los dos llevaba a bordo suficientes botes salvavidas para los pasajeros. También existe una impresionante similitud en cuanto al tamaño –267 metros el barco real y 244 metros el imaginario– y la velocidad capaz de desplegar –25 nudos para el Titán, 23 nudos para el Titanic–. Los dos operaban con tres hélices y dos mástiles; en ambos casos el casco estaba diseñado con un sistema de compartimentos semejante y los dos emprendieron su primer y único viaje en el mes de abril. Ambos naufragaron al chocar contra un iceberg en su viaje inaugural y ambos se hundieron aproximadamente seiscientos kilómetros al sur de Terranova, aunque, en una de las diferencias más significativas entre la realidad y la ficción, el Titanic real navegaba de Europa a Estados Unidos, mientras trasatlántico literario lo hacía en sentido inverso.
¿Cómo podemos explicar estas coincidencias? ¿Qué relación objetiva existe entre la historia de ficción escrita por Morgan Robertson en 1898 y el trasatlántico diseñado por Thomas Andrews Jr., bajo el auspicio de la naviera White Star Line y construido en los astilleros Harland & Wolff, y capitaneado, en su viaje inaugural, por experimentado capitán Edward Smith, que se hundió en abril de 1912? ¿De donde, entonces, pueden emerger semejantes similitudes? ¿La historia de Robertson influyó en el hundimiento del Titanic, o, al revés, el hundimiento del Titanic, en una realidad subjetiva y fuera del tiempo, en esa conciencia colectiva de la que hablaba Jung, influyó en la imaginación del autor con década y media de anticipación? ¿Son hechos aislados y las semejanzas entre ambas historias no son más que una extraña coincidencia?
La realidad es que no hay forma de saber, con el conocimiento que tenemos hoy, si existe o no alguna relación ya sea causal o sincrónica entre ambos eventos, sin embargo resulta muy sugerente considerar que la posibilidad de que, en algún sustrato de la realidad ambos acontecimientos –imaginación del novelista y la materialización del evento con la participación de un sinnúmero de gente y circunstancias de todo tipo– estén vinculados de alguna manera.
La gran pregunta es si se trata de una enorme coincidencia o de una auténtica sincronicidad. No hay duda que el ejemplo señalado –y se podría dar cuenta de infinidad de historias extrañas y sorprendentes– produce inquietud y desasosiego al resaltar lo misterioso e inescrutable que puede resultar el tejido del que está hecha la realidad. Ante coincidencias de semejante calado, permanecemos estupefactos sin saber a ciencia cierta qué pensar o cómo interpretarlo.
Si tuviera que aportar una opinión personal diría que lo que entendemos por realidad, lejos de ser un monolito sólido y previsible, es más bien una misteriosa amalgama de factores y variables de los cuales sabemos el funcionamiento de una parte de ellas mientras desconocemos aun muchas otras; y por ello, sacar una conclusión definitiva de lo que es la realidad y cuáles son los límites del tiempo o las fronteras entre el cosmos material y objetivo y el universo de subjetividad y creatividad, del que apenas conocemos la punta del iceberg, es aventurado. Sin embargo, habitamos el mundo y requerimos de ciertos criterios de validez que, si bien están sujetos a modificarse conforme aparezcan nuevos conocimientos, es razonable que los consideremos como principios orientadores de la experiencia existencial.
Quizá la principal diferencia entre una casualidad y una sincronicidad está en que de la primera no podemos obtener un bagaje simbólico que aporte significado en nuestra vida, mientras que la segunda, la transforma.
Pensemos en alguien que no tenía que haber subido a un avión, y lo hace. El avión cae, él es el único sobreviviente, que además resulta ileso y todo ocurre en circunstancias inverosímiles, mientras que la persona que efectivamente debía haber subido al avión, se resbala en la regadera de su apartamento, se rompe la cervical y se queda en una silla de ruedas por el resto de su vida.
Si yo, desde fuera, me entero de esta historia, sin duda quedaría impactado, pero no podría interpretarla como otra cosa que una serie de casualidades impresionantes, pero que, en el tejido de mi existencia carecerán de significado profundo. Sin embargo, tanto para el individuo que salió ileso del accidente aéreo como para el accidentado en la regadera, los hechos serán sincronicidades que aportarán símbolos y significados existenciales muy profundos. La vida presente, pasada y futura de ambos será necesariamente reinterpretada a través del tamiz de esa experiencia.
Como se ve, el mismo hecho tiene interpretaciones y significados distintos, dependiendo, como decía Jung, de la cercanía e intensidad emocional con que se viva. Vista desde fuera es una casualidad sorprendente que carece de significado. Vista desde dentro en una experiencia que provoca que la vida se bifurque en un antes y un después de ese acontecimiento.
Por eso, una sincronicidad sólo lo es para quien el acontecimiento posee significación, sentido y deja un sedimento que trastoca a la vida futura.
En casos menos dramáticos, como el ejemplo ya mencionado en el artículo anterior de la persona que, luego de recordarla, nos encontramos en la calle luego de años de no saber de ella, tiene que ver con el momento existencial y las consecuencias que ese evento extraño acarree. Si no pasa de un encuentro fortuito será distinto de si recibimos el nombre y teléfono del especialista que salve a nuestro hijo de un padecimiento grave. Aprender a separar el paja del trigo, y con ello las casualidades sugerentes de las verdaderas sincronicidades que transforman nuestra vida, puede ser la diferencia entre encontrar sentido a nuestra existencia o vivir en piloto automático, presos de un mundo chato y sombrío.
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