Quiero antes de soltarme como globo picado con mi retahíla de quejas decembrinas, enviar una cariñosa y afectuosa felicitación a mi querido, nuestro querido, su querido, Eduardo Ruiz-Healy por motivo de su cumpleaños y una vez más agradecer la oportunidad que me ha brindado durante dos años de expresarme en su valioso espacio. Que vaya un abrazo al jefe y mis mejores deseos.
Yo creo que diciembre empieza bien, pero se va descomponiendo. Ya por fin se terminan los moscos, las hormiguitas y las cucarachas; dejamos de sudar todo el día y la noche es cada vez más estrellada y larga; se aclara el cielo y podemos apreciar aquí en la capital a los eternos amantes completamente cubiertos de nieve.
Pero, por otro lado el tráfico, estas arterias provenientes del infierno que son los ejes viales y las avenidas, por alguna razón que nunca entiendo todos queremos estar en la calle a la misma hora. No hay un minuto de sosiego, los compromisos económicos acaban con nuestra estabilidad, los gastos extras nos abruman y dejan nuestra economía completamente mermada.
Y no solo eso, sin duda lo que más me molesta es la doble moral de la temporada. Siento que de verdad entramos en una catarsis celestial y nos creemos que somos seres llenos de amor para compartir, aunque muchas veces los buenos deseos no pasen de una típica frase de tarjeta navideña. Nos compramos esa idea de ser repartidores de buena vibra y a mi punto de vista transgiversamos el verdadero espíritu de apoyo y solidaridad que deberíamos tener todo el año.
Nuestra compasión dura muchas veces menos que nuestra necesidad de protagonismo y somos llamaradas de petate a la hora de sensibilizarnos con la desgracia ajena. Simplemente y no vayamos más lejos: ¿Ya quién se acuerda de los damnificados por el huracán Otis en Guerrero? Seguido paso por los centros de acopio que se abrieron por todos lados y no logran juntar suficientes cosas ni para llenar un camión chico y que valga la pena el viaje, cuando el día después del huracán la sociedad estaba indignada porque el Ejército no los dejaba pasar a ayudar y de que la población acapulqueña está tan necesitada como el primer día no me cabe la menor duda.
Y es que a la hora de repartir culpas somos muy buenos, padecemos además de una especie de compasión anónima, selectiva y lejana porque el hermano en desgracia jamás es el que tenemos cerca y conocemos. Nos topamos con gente en necesidad extrema todo el tiempo, todos los días, en la puerta de nuestra casa, pero esa gente no, a esa gente preferimos no verla.
Elegimos seguir peleando en redes sociales por culpar al gobierno cualquiera que éste sea, en cualquier época y en cualquier circunstancia antes que vernos como próximos.
El indigente de la calle, el migrante, el muchacho que consume activo y que se acerca a pedirte una moneda, la prostituta de la esquina, el trabajador que tiene que cerrar una calle para hacer arreglos, el manifestante que defiende una causa social nos causa terror. El hermano en desgracia que nunca hemos visto nos ayuda a sentirnos buenos y generosos.
Y en una ambivalente moral le deseamos el peor de los destinos a quien piensa distinto a nosotros.
Ojalá este año que termina y que ha sido tan complicado en tantos aspectos para los mexicanos nos sirva para recapacitar un poco y concientizarnos sobre el sentido de comunidad, porque el siguiente año vienen elecciones y a como pinta la cosa, amenazamos con fragmentarnos como nación, defendiendo siempre el personal punto de vista al grado de desear la desgracia ajena con tal de sentir que tuvimos la razón, lo vemos en todas las épocas y en todas las crisis y no entendemos.
Una sociedad dividida es pan comido para la tiranía y enemistarnos entre nosotros le hace el trabajo fácil a quien está interesado en todo menos en el progreso y la unidad.
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