Hace poco más de un año escribí un artículo en el que seguía las reflexiones de una serie de textos que me parecían fundamentales (¡y hoy mucho más!) para pensar y tratar de comprender nuestro contexto nacional: Cómo perder un país, de Ece Temelkuran; Twilight of Democracy – and the seductive lure of authoritarianism, de Anne Applebaum y Cómo mueren las democracias de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Aunque se trataría de un acto de “echarle limón a la herida”, recomiendo al lector asomarse a estos libros.
Lo que muchos ciudadanos mexicanos temíamos, ya ocurrió. El proceso de captura autoritaria del estado mexicano ha concluido con un éxito contundente su primera fase. Debemos decir un Réquiem por la democracia mexicana por cuyo entierro han votado poco más del 60% de la población, tanto en la elección de presidente de la República como para “nuestros representantes” en las cámaras de diputados y senadores (“representantes” que, por cierto, no serán “nuestros” sino del presidente en turno). ¡Votar para que los votos ya no vuelvan a contar! ¡Qué ironía! La joven y frágil democracia nuestra no tuvo suficientes demócratas que la valoraran y lucharan por ella.
Comprobamos en carne viva lo que ya se venía reportando en el Latinobarómetro: Solamente un tercio de los mexicanos mayores de edad dicen valorar la democracia, en tanto que otro tercio se manifestaban indiferentes y el otro tercio, de plano, apoyan una opción autoritaria. Exactamente eso tuvimos el 2 de junio: Se hicieron valer las voces de esos casi 2/3 a los que la democracia les importa realmente un bledo. Sorprendentemente, ese mismo reporte señalaba que a quienes más les importa la democracia es a los mayores de 55 años, a la gran mayoría (67%) de los menores de 40, les es indiferentes o no la quieren. Ni modo: con su pan se tendrán que comer el menú que escogieron.
Eso es, tal vez, lo que más duele: la paupérrima cultura cívica y democrática que finalmente nos estalló en la cara a esa minoría que luchamos por ella desde décadas atrás y hasta el 1o de junio pasado. ¿En qué fallamos? ¿Por qué no supimos o no pudimos transmitir el valor de la democracia a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a nuestra gente?
Es cierto que la democracia no garantiza más que la abierta participación de todas las voces y grupos sociales para la construcción del bien común. Pero eso no es poca cosa: en su ausencia, sin democracia, se pierde el estado de derecho y muchas de las libertades civiles que le dan vida a la sociedad misma. Sin democracia, es como si se apagara el espíritu de la ciudadanía. Las personas se van convirtiendo en zombies del régimen y las energías sociales se van agotando. A esto se refería Hegel en su célebre reflexión sobre lo que él llamó la dialéctica del amo y el esclavo en su trabajo sobre La Fenomenología del Espíritu. Los pueblos que son libres prosperan, porque han superado esa dialéctica perversa de amos y esclavos y las personas se reconocen unas frente a otras como esencialmente iguales y van construyendo, con su iniciativa y capacidad de organización, su propio bienestar en el marco de un régimen democrático. En cambio, quienes renuncian a la aportación de su iniciativa, a la participación social, a la organización desde abajo y con ello a su libertad, quedan sometidos, como esclavos, a unos amos que decidirán por ellos. Entonces, la sociedad queda cerrada a la innovación, a la mejora continua, al progreso.
Tal parece que nuestro largo pasado autoritario pesó mucho más que nuestros 25 años de democracia. El país de los tlatoanis, los virreyes, los caudillos, los dictadores y los presidentes imperiales del siglo pasado se impuso. Ganó la vieja ideología sembrada desde los libros de texto gratuito de la SEP tanto como desde numerosas aulas en buena parte de las universidades públicas, con su mitología de nacionalismo revolucionario, de marxismo latinoamericano y las fobias cultivadas contra la democracia liberal, la economía de mercado, el empresariado y la burguesía.
Dada la fuerza con que los morenistas han capturado al estado mexicano, es probable que no nos toque ver de nuevo un régimen abierto, participativo y democrático como el que acabamos de perder, en los próximos 20 o 30 años. Quizá más. Sin embargo, es preciso no claudicar y volver a levantar las banderas de la democracia, las libertades y la sociedad abierta, con el ánimo de aquellos viejos fundadores de Acción Nacional que hablaban de “una brega de eternidades” para configurar una patria no solo democrática sino también ordenada y generosa a partir de una serie de principios fundamentales de filosofía social: el respeto a la dignidad humana, la corresponsabilidad de todos hacia el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad y la justicia.
Quién sabe si esto pueda ser hecho con los mismos partidos opositores que hoy parecen desechos. Algo queda del PAN, que necesita reconfigurarse con un liderazgo que esté en las antípodas éticas de Marko Cortés y su grupo para recuperar lo mejor de su tradición liberal y civilista. Movimiento Ciudadano podría eventualmente hacer gala de su nombre y jugar a la democracia liberal en vez de ser esquirol del régimen morenista, aunque Dante Delgado apesta. En cuanto al PRI, su larguísimo pasado autoritario y con tanta corrupción acumulada, le hace difícil presentarse como adalid de la lucha por la democracia. Es una marca bastante desprestigiada y Alito Moreno es como un yunque amarrado a la cintura del partido, lo mismo que los varios gobernadores que se vendieron al nuevo autoritarismo de la 4T. Me parece que lo mejor sería que desapareciera y pudiera de sus cenizas resurgir una nueva fuerza política ahora sí democrática.
Por lo demás, el nuevo autoritarismo mexicano se podría beneficiar del nearshoring, pero veo muy difícil que se animen los inversionistas si el nuevo poder judicial se pinta de guinda y desaparecen los organismos autónomos que se crearon precisamente para dar certeza a los tomadores de decisiones económicos y garantizar a la ciudadanía sus derechos.
X: @Adrianrdech
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