Hace poco más de cinco siglos los nativos en Mesoamérica dejaron de sentir orgullo. Sus hijos y los hijos de sus hijos jamás se enteraron de que sus abuelos habían construido una civilización impresionante, que tenían conocimientos mucho más adelantados que los de los demás continentes en temas como astronomía, herbolaria y mucho más.
Un sistema de educación deficiente y otros factores que por más que estudio no logro entender nos hicieron creer que somos inferiores a otras culturas y que ser indígena o mestizo, lejos de ser un privilegio es una mancha en nuestra hoja de vida que debemos componer. “Pulirse”, “Componer la raza” son tan solo algunas de las frases con las que crecimos y tener ascendencia indígena se volvió en el imaginario colectivo un defecto que había que remediar.
Todos somos mestizos, sin excepción, pero ¿por qué nos enorgullece más decir que parte de nuestra ascendencia viene de otro continente? Sabemos incluso más sobre la rama del árbol genealógico de nuestra familia que viene de Europa que de qué raza mesoamericana desciende nuestra parte mexicana.
En México se tiene que hablar de racismo, simple y llanamente porque aquí la palabra “Racismo” se utiliza para denostar e incluso humillar a las personas que en la rifa genética quedaron del lado más oscuro de la paleta de colores.
La distinción entre razas no tendría por qué ser más que un recurso científico para conocer él origen étnico y geográfico de cada ser humano, algo que efectivamente nos hace distintos en apariencia, capacidad física, incluso en propensión a enfermedades, pero no mejores ni peores.
Si quisiéramos de verdad entender este tema tendríamos que remontarnos a la época de la colonia o tal vez aunque duela reconocerlo antes.
El sistema de castas se diseñó para jerarquizar por color y grupo racial a las nuevas categorías que empezaban a poblar la Nueva España, para diferenciar a Los españoles, de los hijos de españoles nacidos en America, a los hijos de Españoles e Indígenas o Afro descendientes y todas las variedades que de estos grupos étnicos principales se fueron derivando, dándole mayor privilegio siempre a la piel blanca y ubicando hasta el final de la lista a la gente de piel más oscura, como si esto fuese de verdad una razón lógica, al grado de dudar en aquel entonces que los indígenas o negros tuviesen alma y por consiguiente derechos.
Lo increíble y absurdo es que poco más de cinco siglos después, aun después de haber tenido una independencia de España, en la que se nos hizo un país soberano pero se nos obligó a olvidar las lenguas indígenas y a tomar el castellano como único idioma y el catolicismo como única creencia religiosa viable. Aun después de la revolución, en la que supuestamente se daría a los pueblos indígenas derecho y decisión sobre su tierra, nada más falso.
La única verdad es que en México seguimos discriminando por raza. Es increíble saber que apenas en 2020 se dio el reconocimiento a la comunidad afrodescendiente en México y fue integrada al sistema del INEGI.
A diferencia de los europeos que jamás se ofenderían por ser llamados blancos y que se sentirían orgullosos de ser comparados con sus deidades o antepasados, los mexicanos no conocemos insulto peor que ser llamado Indio, u obtener un calificativo como “Hijo de Moctezuma”, “Traer el penacho en la cabeza”, “Cara de nopal”, “Para rajada”, etc…
Años de estudio y análisis no nos acabarían de hacer entender que esté fenómeno, mucho menos un texto que pretende de forma personal compartida crear un poco de conciencia sobre el tema.
En México tenemos que hablar de discriminación racial aunque no nos guste y tenemos que hacerlo ya.
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