¿Por qué estamos tan profundamente enemistados, divididos? ¿Qué ocasionó el desarrollo de sectas irreconciliables? Este síntoma, ¿augura crisis política y social, como en los años que condujeron a guerras civiles y entre naciones? ¿Vamos al precipicio? Tal vez la pregunta inicial sea, ¿qué ocasionó nuestra polarización? El fenómeno no es privativo de México. En mayor o menor grado la mayoría de los países padecen un profundo enfrentamiento entre sus ciudadanos. Se nos dice que vivimos una era de irracionalidad, que las personas son movidas por sus sentimientos, que las razones pasan a segundo plano.
Los descubrimientos hechos por las neurociencias nos muestran que nuestras reacciones químicas neuronales son las que determinan nuestros estados de ánimo y voluntad. Y, en consecuencia, somos rehenes de nuestra bioquímica. Entonces, ¿qué tan libres somos para elegir o la biología nos determina? Está de regreso una antiquísima polémica. Pero quizá esta discusión no sea relevante para entender las abismales diferencias que nos separan y confrontan. Si el hombre antes y ahora ha sido el mismo, cabe inquirir, ¿por qué ahora regresa la animosidad? Si los sentimientos han primado, ¿por qué hoy polarizan?
Tal vez lo que ha cambiado y también ha ocurrido en otras épocas en las que ha aflorado la división, es el ambiente socioeconómico y político. Tal vez las condiciones sociales fracturaron la capacidad de las personas para estabilizar sus reacciones químicas y biopsicosociales (homeostasis) ante los cambios abruptos y permanentes de su entorno y expliquen la respuesta de intolerancia virulenta ante aquello que percibe diferente y una amenaza a su estatus. Ezra Klein escribió en The New York Times que el espíritu identitario se activa cuando se amenaza el estatus de las personas. Y esto causa su radicalización.
De acuerdo con los estudios neurocientíficos, la identidad de las personas la determina la posición, su papel y reconocimiento que tiene en la comunidad (Will Storr). A ello se le conoce como estatus. Los mismos trabajos establecen que los humanos dedicamos esfuerzos denodados para mantener la posición social, incluso al grado de incurrir en actos temerarios que atentan contra la salud o la vida, y disruptivos que pueden ocasionar grandes y graves daños sociales. ¿Qué nos empuja, nos incita, a esta lucha temeraria por mantener el estatus, el reconocimiento social? ¿Qué peligros acechan a nuestra posición en la sociedad que ha alterado permanentemente nuestro equilibrio químico?
La hipótesis principal que explica el malestar de nuestro tiempo es la inconmensurable desigualdad. La avalan los estudios históricos comparados. La desigualdad no se limita a la abismal riqueza que separa a unos de otros sino a dos factores genéricos: inseguridad y precariedad. Inseguridad y precariedad laboral por empleos inestables y mal pagados. Inseguridad y precariedad por servicios de salud y de educación que perpetúan la desigualdad, pues además de su calidad ínfima no son universales. Inseguridad y precariedad de los sistemas de pensiones e invalidez, mal financiados que condenan a la pobreza. Inseguridad y precariedad personal y patrimonial por una estructura legal que privilegia a quien tiene poder y el colapso del sistema judicial.
¿Por qué prima la inseguridad que destruye nuestro estatus y nivel de vida, al grado de que amplios grupos sociales se ven como enemigos irreconciliables, al punto de llevarlos a un enfrentamiento mortal? Buena parte de la respuesta se debe al desmantelamiento de los sistemas públicos de bienestar, que se les llama peyorativamente paternalismo. En mayor o menor medida igualaban las condiciones de arranque y de vida de las personas. Brindaban una seguridad mínima para evitar el miedo y la angustia ante poderes sociales y privados avasallantes, de modo que se permitía cierto equilibrio social y emocional. Tal paradigma fue sustituido por la ideología individualista. Así que las personas debieron hacerse cargo de sus vidas y de su entorno, aun cuando sus condiciones de poder asimétricos impidieran modificar su situación.
Se nos ha dicho hasta el cansancio que le echemos ganas, que el esfuerzo será compensado, que el mérito es la llave del éxito. No obstante, el trabajo esforzado y el mérito no han servido para conservar el estatus. Ha habido una degradación continua de las condiciones y niveles de vida y de salud de los ciudadanos. La meritocracia ha fallado. Decenas de universitarios encuentran, si tienen suerte, trabajos muy exigentes y mal remunerados. Ya no se diga de las condiciones laborales de quienes trabajan en oficios, en la agricultura y en los servicios. Y ni hablar de quienes se refugian en la economía informal.
Michael Sandel, profesor de la Universidad de Harvard, quien dedicó una obra monumental al estudio de la meritocracia, La tiranía del mérito, desmantela estos mitos. Dice que al centro de las políticas públicas deben estar las personas y se debe evitar la humillación (causa del malestar social) a consecuencia de sus diferentes habilidades, toda vez que dependen del azar, de la genética, o de la suerte de nacer en una familia acomodada y de las aptitudes heredadas. Al final del día el mérito depende de factores que trascienden el ámbito personal. El trabajo de este filósofo cobró relevancia a raíz de la pandemia. De pronto el mundo reconoce la importancia de las personas que realizan los trabajos esenciales, aquellos que permiten que los alimentos lleguen a nuestra mesa, como los que cultivan los campos o los transportan.
¿Por qué debe ganar más un futbolista que refinó el control de la pelota, que quien perfeccionó la técnica del cultivo… de fresas? En el fondo, está devuelta la también antigua polémica entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. Son asuntos sensibles y trascendentes cuya discusión debe ser creativa para que, sin desincentivar la invención ni el esfuerzo, mejore las condiciones de remuneración y de vida de las personas que laboran en campos de “baja productividad”. Tampoco se trata de igualar a todos, cuestión por demás absurda. El quid es recrear condiciones básicas de seguridad que permitan que cada quien reafirme y asegure su estatus para cerrar la brecha que ocasiona la polarización, fruto de la segmentación que da cabida al sectarismo y discurso de odio.
En consecuencia, mientras no se modifiquen las condiciones de vida de las personas habrá combustible para propalar el discurso de odio. Asimismo, se requiere de un programa político valiente, cuyo objetivo sea cambiar las condiciones económicas para lograr una sociedad menos desigual. Ello requiere de la invención de un relato que cautive los sentimientos y conduzca las emociones de las personas para construir y también modificar las estructuras que nos han polarizado.
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