Ha pasado una semana desde la masacre en la población texana de Uvalde. Continuamos impactados con la forma como un chico de 18 años recién cumplidos pudo perpetrar una tragedia de tales dimensiones. He seguido el caso en redes sociales y no me extraña que muchos tuiteros califiquen al asesino de demonio.
Los problemas sociales no suceden por generación espontánea. No se da el caso de un individuo con una conducta intachable quien, de la noche a la mañana se convierte en asesino. Como tampoco existe la familia perfecta, que aloja dentro de su seno un personaje perverso que emprende un crimen de enormes dimensiones en contra de su comunidad. En este caso se habla de un joven quien desde niño sufrió acoso escolar por su tartamudez. Detrás de este trastorno del habla se hallaba la ausencia del padre y la drogadicción de la madre. Sería irresponsable querer hablar de la calidad de vida que los abuelos pudieron proporcionarle durante su infancia. Ya con esos elementos, la tartamudez, el acoso escolar, y la disfuncionalidad familiar, tenemos suficiente para asumir que el chico no tuvo una infancia feliz.
El acoso escolar es un problema real y universal. La UNICEF en su estudio del 2018 indica que, a nivel global, un tercio de los escolares de niveles básico y medio lo han sufrido. En Norteamérica la CDC señala que es un 20% de estudiantes, y enlista una serie de factores asociados al acoso escolar, tanto por parte del acosado como del acosador, aclarando que en ocasiones el acosador de hoy pudo haber sido víctima de acoso en el pasado. Señala un ligero predominio en el sexo masculino, y franca asociación con el nivel socioeconómico del acosado, su origen étnico, así como características propias que lo vuelven vulnerable a ser atacado por sus pares. El estudio no profundiza en la pandilla que acompaña al acosador, aunque tradicionalmente se ha conocido que se acogen a su sombra como una forma de ponerse a salvo de ser ellos mismos atacados.
Las características que distinguen el acoso (o bullying) de otras formas de ataque son: daño mediante rumores o mentiras; ser objeto de burla o de insultos; violencia física; exclusión; amenazas; obligar a otros a hacer algo que no desean; daño a objetos de su propiedad.
Los elementos en juego son: el acosador, el acosado, el corro de acompañantes del acosador, y tantas veces las figuras de autoridad que desestiman los hechos, que no ven lo que sucede, o actúan como si no se percataran de ello. Otro elemento importante son las familias de acosado y acosador. Las del acosado, en general disfuncionales, no se hallan en capacidad de detectar que la conducta del niño ha ido modificándose. Si acaso perciben algo, atribuyen esos cambios sutiles a “cosas de la edad”, para regresar cada uno a su capullo y seguir adelante como si nada sucediera. Por parte del acosador se percibe también una familia desestructurada en la que el acosador es de alguna manera violentado o ignorado. Son los padres que, en caso de ser confrontados por las autoridades escolares, negarán cualquier conducta antisocial de sus hijos.
El nivel socioeconómico es un factor determinante en el acoso escolar. No siempre se trata del niño rico que acosa al que menos tiene, pero sí influye en la ecuación. Hay elementos adicionales que el chico halla en el otro, que desencadenan esa conducta violenta. Lo vemos desde las esferas más altas de la sociedad hasta los estratos populares. Además, la UNICEF enfatiza la relación entre acoso e inmigración. Las segundas o terceras generaciones de inmigrantes en un país de acogida suelen desarrollar sentimientos encontrados frente al propio país. Anhelan asumir las características de los oriundos, y al no conseguirlo se generan sentimientos de odio en contra de ellos. Un buen ejemplo es el de los asesinos del maratón de Boston en el 2013. En el caso de Uvalde, la familia del asesino tenía raíces “latinas”, aunque viven en Texas desde hace más de 60 años.
El punto ciego del acoso escolar es ese: Una violencia cotidiana que se normaliza; una figura de acosador que se justifica o se desestima; el corro de testigos de primera mano que callan. Instituciones que no contemplan dentro de sus programas escolares el desarrollo de la inteligencia emocional; familias complejas disfuncionales; influencia de los contenidos digitales en los cuales el joven halla una colmena en la cual refugiarse e identificarse, y finalmente, una sociedad pasiva, que sí señala, sí condena, sí sataniza, pero no lleva a cabo acciones directas para desarticular esa fórmula perniciosa.
Como señalan los principios periodísticos, a la semana cualquier nota deja de ser noticia y ya no ocupa las primeras planas. Se cumplió este lapso y pronto dejará de hablarse de ello; las familias sepultarán a sus difuntos y los seguirán llorando cada día, y nosotros retornaremos a nuestras actividades cotidianas, sin acaso pensar en ello.
Nuestra sociedad ha enfermado de indiferencia. Las emociones bullen de manera desordenada en nuestros niños y jóvenes. No hay en el hogar una caricia que las sane. Poco se contempla en casa a favor de la inteligencia emocional. ¿Qué nos toca hacer a cada uno de nosotros para evitar nuevas tragedias? Me quedo con esa reflexión, revisando mi inventario personal ahora que todavía es tiempo de actuar.
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