Una nueva ética necesita, no sólo considerar al ser humano consigo mismo, sino también su postura en relación al otro –que piensa y actúa diferente– y en relación a su entorno.
Ya no se trata de obrar de tal forma que “mi máxima se convierta en ley universal”, sino de obrar de tal forma que cada individuo pueda vivir en función de su propia máxima.
La semana anterior hablamos de los dos componentes para la gestación de ideas y acciones extremas e intolerantes: la convicción de que se posee la verdad absoluta y ejercer una ética equivocada en función a esa verdad que se cree tener. Lo cierto es que hoy ni siquiera en el ámbito científico pude pensarse en que se ha encontrado un conocimiento definitivo y por ello ejercer una ética fundamentalista y definitiva produce más problemas que soluciones.
Hoy, la nueva realidad social y cultural de la civilización parte de premisas distintas. Ahora en todas las grandes metrópolis existen hombres y mujeres de las más diversas mentalidades y condiciones culturales y raciales, y por otro lado la actividad industrial y el avance tecnológico sin ton ni son han provocado daños ambientales que podrían cambiar las condiciones físicas del mundo en que vivimos.
En el antiguo paradigma ético del hombre, el punto central consistía en entenderse consigo mismo. Ahora las cosas son distintas y la nueva ética necesita forzosamente, ya no sólo considerar el hombre consigo mismo, sino también su postura en relación al otro –que inevitablemente piensa y actúa diferente– y en relación a su entorno. Ya no se trata de obrar de tal forma que “mi máxima se convierta en ley universal”, sino de obrar de tal forma que cada individuo pueda vivir en función de su propia máxima, de la misma manera que el otro tenga posibilidad de hacer lo propio, y todo esto sin coartar la libertad de nadie ni dañar el entorno.
No se habla de que ahora ya no deba actuar en sincronía con mi conciencia –como lo propone la máxima kantiana–, sino que ahora se trata de que mi conciencia integre a su propia concepción del mundo la idea de que el otro merece tanto respeto y libertad como yo, y que aun cuando no comparta sus ideas, él posee su propia conciencia y el mismo derecho a vivir en función a sus axiomas. Y todo esto sin olvidar que tanto ése otro como yo, formamos parte de una biosfera a la que también debemos respeto y cuidado, puesto que al dañarla, me daño a mí mismo.
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Aquí resulta trascendental la nueva propuesta paradigmática que nos ofrece Hans Jonas: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida; o simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la tierra”; o, formulado, una vez más positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre1”
Esta propuesta goza de la ventaja de que puede aplicarse a los tres ámbitos sugeridos anteriormente: para conmigo mismo, para con los demás y para con el mundo que me rodea y al cual pertenezco como un engranaje más de esa portentosa complejidad biológica que forma al planeta en su conjunto.
Desde luego que para que estas ideas se apliquen es necesario empezar por definir la “auténtica vida humana” que debe “preservarse”. ¿Qué es una vida humana auténtica? Yo la imagino como una existencia plena, una vida material donde cada individuo pueda pensar, sentir y actuar según su conciencia y conviviendo en absoluta armonía con los demás y con el entorno. ¿Es mucho pedir? Quizá, pero es lo justo: que cada uno de nosotros podamos aspirar a “una vida humana auténtica”. ¿Por qué tendríamos que conformarnos con menos?
Aquí es donde se hace necesario ampliar los conceptos que se tienen de sí mismo y de los demás. Si uno supone que “preservar la auténtica vida humana” consiste en imponer mis ideas, mi “verdad”, ya se habrá partido de una ética equivocada, donde fundamentalistas de distintas ideologías encuentren justificación para cualquier atrocidad que consideren acorde con ese concepto de “auténtica vida humana”.
Pero si por otro lado consideramos que preservar la “auténtica vida humana” consiste en defender lo más profundo de la humanidad en lo esencial, comprenderemos que se trata de defender el derecho a ser libres, a la vida como tal, a un trato respetuoso y digno, a pensar, creer y sentir en función de los propios códigos éticos y morales y que el otro, en tanto ser humano igual que yo, posee los mismos derechos y obligaciones; y que todos, tanto yo como el otro, residimos en un planeta y un entorno que es indispensable preservar para garantizar nuestro futuro como especie.
Hans Jonás, en su libro El principio de la responsabilidad expone no sólo el principio ya citado párrafos atrás, sino que deja claro que así como el imperativo categórico kantiano estaba dirigido al individuo, su principio de responsabilidad está dirigido también a la implementación de la política pública que lo haga obligatorio y le dé marco y sentido: “El nuevo imperativo apela a otro tipo de concordancia –en relación a lo propuesto por Kant–; no al acto consigo mismo, sino a la concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro.[…] Esto añade al cálculo moral el horizonte temporal que falta en la operación lógica instantánea del imperativo kantiano: si este último remite a un orden siempre presente de compatibilidad abstracta, nuestro imperativo remite a un futuro real previsible como dimensión abierta de nuestra responsabilidad2”.
Pero entonces, la gran pregunta está en definir qué postura es ética, social y culturalmente más amplia y apropiada para aplicarse en los tiempos que corren. Yo considero que la postura apropiada, debe avanzar en dos distintas vertientes, con lo cual se trataría de un Humanismo que sea al mismo tiempo multicultural y universalista. Demos entonces una sintética ojeada a lo que esto implicaría.
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1 Jonas Hans, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Herder, 1993, Pág. 41.
2 Ídem.
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