En los últimos artículos echamos una ojeada al panorama general en que está inmerso México para este año electoral 2024.
Se trata de una elección histórica no sólo por el tamaño y la cantidad de cargos que estarán en juego, sino porque podría representar el paso decisivo para un cambio de régimen político, del que quizá no se tenga demasiada consciencia.
Que gane Morena la presidencia y algunas gubernaturas tiene implicaciones para la continuidad de las políticas públicas actuales, pero, con la figura centralísima de López Obrador fuera del gobierno, podría favorecer la remodelación institucional y no necesariamente su destrucción, sobretodo si la oposición utiliza de forma correcta el capital político que le daría el no haber naufragado en las elecciones.
Pero si, por el contrario el oficialismo, de la mano de sus socios de alianza, obtiene la mayoría calificada en las cámaras del Congreso llegarán una cascada de enmiendas constitucionales que cambiarán de manera sustancial el funcionamiento no sólo del gobierno de turno, sino del Estado en su conjunto.
Tanto el Presidente como Morena comprenden lo importante del momento, por eso no escatiman estrategias, esfuerzos y alianzas, incluso con personajes impresentables, con tal de asegurar los resultados deseados, a sabiendas de que, como nación, nos pondrán en el camino de un gobierno de partido único, con lo que esto representa. La división de poderes, de por sí deficiente, desaparecería del todo para dar lugar a un discurso hegemónico del que quien se aparte se le considerará hereje. Del mismo modo que no debe permitirse que las élites económicas y empresariales se apropien de México, tampoco debería permitírsele dicha apropiación a ningún movimiento político en particular, y mucho menos en exclusiva.
Quienes no parecen estar conscientes de lo que se juega el 2 de junio de 2024 es la oposición. Hundidos en el descrédito ante el discurso que López Obrador consiguió construir respecto a sus gestiones del pasado, a los líderes partidistas se les ve pasmados y centrando la atención en cómo encontrar acomodo y beneficios económicos, aun cuando esto ponga a las instituciones que dirigen en la ruta de la extinción.
O quizá, al contrario, saben demasiado bien lo que se les viene y sólo les interesa conservar las posiciones y mantener una minúscula cuota de poder que les “garantice” la supervivencia personal en el nuevo régimen en tanto consiguen acomodarse en él.
En medio de este escenario nos encontramos los ciudadanos que no estamos adscritos a ninguna corriente política particular y que aspiramos a tener un país abierto, democrático y diverso. Uno que se encamine al futuro sin vender la soberanía al gran capital y sin renunciar a una renovación ética y moral, pero sin cerrar los ojos al mundo efectivamente existente, movido por la tecnología, el crecimiento económico y las competencias de alto valor. Pero sobre todo un país que no haga de la pobreza y la precarización, una virtud, que no castigue la aspiración legítima de sus habitantes –en especial los que menos tienen– al progreso y al desarrollo personal, que no boicotee el sistema educativo condenando a su población joven al trabajo precario, sino una nación que construya oportunidades para los más agraviados desde siempre y utilice el enorme arsenal de recursos con que cuenta el país para asumir con dignidad el papel que potencialmente nos corresponde en la geopolítica regional y global.
Lo que más preocupa, por un lado, es la polarización de la sociedad, que pareciera basar sus preferencias en filias y fobias, en vez de diferenciar y dividir los votos en función de los candidatos y de la creación de equilibrios de poder.
Por otro lado, preocupa el bajo nivel de los liderazgos, que cada vez de manera más abierta y cínica, asumen la bandera política que les ofrezca más y mejores dividendos personales sin que ni las convicciones ni la ideología juegue el menor papel. Aunque todos se enredan en la bandera a la hora del discurso, a nadie parece importarle de verdad México y mucho menos sus habitantes. Cada facción está empeñada en llevar agua a su molino y el resto carece de importancia.
El debate nacional de cara a las elecciones se centra en dos opciones: apoyar ciegamente a la 4T, entregándole por completo la posibilidad de incluso cambiar el régimen de gobierno basados, no en hechos y eficacia gubernamental sino en la fe que despierta su líder o, por el contrario, rechazar absolutamente todo lo que provenga del movimiento obradorista, sin importar sus méritos, simplemente porque proviene de ahí. Esta cerrazón muestra que ambos bandos defienden en el fondo la misma idea: o nosotros o el abismo.
Como se puede entender, cuando el nivel de la discusión es tan primitivo, no debe sorprender que las perspectivas sean tan pobres y desoladoras.
Si Morena gana a la buena, bienvenida sea la presidenta Sheinbaum, pero lo que no tiene justificación es aniquilar intencionadamente las visiones y voces discordantes que dan cuenta de la pluralidad y complejidad de un país como México. Tampoco un triunfo electoral justifica la imposición de una narrativa maniquea y simplificadora ni la instauración forzada de una cosmovisión única. Mucho menos autoriza a la destrucción unilateral de un entramado institucional que, con todas sus imperfecciones, ha tomado décadas e infinidad de acuerdos y desacuerdos construir.
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