México discute una nueva Ley General de Aguas en medio de la peor crisis hídrica en décadas. Con acuíferos sobreexplotados, ríos contaminados y zonas urbanas en desabasto, el país arrastra desde 2012 una obligación constitucional: crear un marco legal que garantice el derecho humano al agua. La iniciativa del gobierno federal busca cerrar ese vacío y ordenar el uso de un recurso estratégico. Sin embargo, ha detonado una fuerte oposición, especialmente en el sector agropecuario.
El eje central de la propuesta es claro: el agua deja de verse como mercancía para asumirse como un derecho humano. Esto se traduce en un reordenamiento profundo del sistema hídrico.
El proyecto plantea que, en escenarios de escasez, el uso doméstico y ambiental será prioritario sobre los usos productivos. También propone que las concesiones ya no puedan transferirse entre particulares, establece un proceso más estricto para renovarlas y crea un Registro Nacional del Agua para dar transparencia a quién usa, cuánta agua y para qué. La iniciativa endurece sanciones por extracción ilegal, contaminación y corrupción, y reconoce la participación ciudadana y comunitaria en la gestión del agua.
Estos elementos son valorados por organizaciones civiles porque atacan problemas históricos: un mercado opaco de concesiones, el abuso de grandes usuarios y la falta de reglas claras para proteger ecosistemas y comunidades vulnerables. En un país donde más del 70 % del agua se destina al campo —muchas veces con baja eficiencia—, priorizar a la población y al medio ambiente es un paso necesario frente al cambio climático y el deterioro de las cuencas.
Sin embargo, la iniciativa también toca intereses sensibles. La prohibición de transferir concesiones es vista por pequeños y medianos productores como una “expropiación silenciosa”. Temen perder valor patrimonial, no poder heredar derechos de agua y quedar sujetos a decisiones discrecionales de la autoridad. Esto ha detonado protestas en diversas regiones, donde se percibe que el campo carga con los costos de la reforma sin recibir los apoyos necesarios para modernizar sus sistemas de riego.
A estas críticas se suman preocupaciones por una posible centralización excesiva del poder en Conagua y dudas sobre la capacidad institucional para aplicar una ley tan ambiciosa. También organizaciones indígenas advierten que la consulta y reconocimiento pleno de sus sistemas comunitarios aún es insuficiente.
La reforma puede ser un parteaguas para gestionar mejor un recurso vital, combatir la corrupción y reducir desigualdades, pero también puede profundizar la polarización si no incorpora ajustes que den certidumbre al campo y garanticen una implementación transparente. La nueva ley es necesaria. El reto es que también sea justa, viable y socialmente aceptada.
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