El caso del Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco sigue dando de qué hablar: En esta ocasión fue la detención de José Ascensión Murguía Santiago, alcalde de dicha población, acusado de delincuencia organizada, desaparición forzada de personas, tráfico de armas y vehículos, e incluso, de forzar a las víctimas a la siniestra práctica de consumir carne humana. Con la reserva que al caso corresponde, y sin quedarnos en la mera anécdota, lo anterior da pie a una profunda reflexión como sociedad. Hasta qué punto la normalización de la violencia extrema ha ido generando en todos nosotros una indiferencia hacia el sufrimiento de otros seres humanos.
Nuestros tiempos se distinguen por una creciente crisis de la verdad. Con la participación de las redes sociales esta se vuelve acomodaticia, relativa, o simplemente se niega. La frontera entre verdad y mentira se difumina, y hasta llegamos a considerar que un hecho es verdad o mentira, dependiendo de quién hable de ello.
Diría Hannah Arendt, filósofa judía alemana adelantada a su época, en su obra La banalidad del mal que vivimos unos tiempos en los que la verdad ha dejado de importar. Y que el mal que hoy detectamos no está provocado por personas en esencia malvadas, sino por seres humanos anodinos que se han dejado llevar por la corriente predominante, tanto, que son incapaces de cuestionar o juzgar sus propias acciones, alejadas de un concepto de moralidad.
Nacida a principios del siglo veinte, sobreviviente de las dos grandes guerras, y discípula de pensadores como Heidegger, fue profunda estudiosa de los regímenes totalitaristas, autora de Los orígenes del Totalitarismo, obra en la que se plantea que estos regímenes, finalmente, anulan toda libertad, y bajo esta óptica, no permiten juzgar los actos propios ni de los demás, en un imaginario social dictado por las cabezas del sistema, en donde ya nadie es capaz de oponerse a las medidas coercitivas que este impone.
Habiendo conocido durante varios años ya, los horrores asociados a la delincuencia organizada en México, no nos sorprende en mayor medida que ahora sepamos sobre el canibalismo forzado del que se hace mención. La percepción de considerarlo como práctica infrahumana pasa por el tamiz de nuestra indiferencia y viene a sumarse a un montón de contenidos que se mantienen estáticos en nuestro imaginario colectivo.
En gran medida, como lo hemos mencionado en otros momentos, las redes sociales ejercen su influencia en esta indiferencia colectiva, propiciando que no distingamos claramente la frontera entre contenidos reales y virtuales. Influye el modo como se nos presentan, y definitivamente influye también la abundancia de noticias que hallamos cada vez que revisamos nuestros aparatos electrónicos en busca de información. Caemos en la inercia y dejamos de ocuparnos por distinguir si las fuentes de origen son serias, verosímiles y libres de sesgo.
Hannah Arendt falleció en 1975, y fue hasta quince años después cuando la Internet se expandió para alcanzar la penetración que ahora tiene. Aun así, como una adelantada a su tiempo ella habría insinuado, a propósito de estos mecanismos, como los generados por redes sociales, que la comodidad desde donde nos estamos informando, propicia la indiferencia hacia los seres humanos afectados por dichos contenidos.
Buen momento para sacudir nuestra cabeza y librarnos de esas palabras que nos tienen, de alguna manera, vueltos presas de la indiferencia. Hora de voltear a ver las desgracias de otros como situaciones que igual podrían ocurrir a los nuestros, de modo de solidarizarnos y comenzar a sentir un poco del dolor de esos familiares desesperados en su búsqueda. Tiempo de ejercitar la responsabilidad individual, sin dejarnos llevar por la inercia del rebaño. ¿O, en serio, será hasta que nos toque de cerca la tragedia, con un “Teuchitlán” cercano a nuestros seres queridos, cuando vamos a comenzar a actuar?
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