México ya tiene su 11 de septiembre como fecha para la historia. Historia triste, sin duda. En las primeras horas de este día se votó en el Senado de la República la llamada “reforma judicial” que, por una parte, expulsará de sus cargos a unos 1700 jueces, magistrados y ministros de la judicatura federal, tirando a la basura una basta calidad profesional y experiencia jurídica para sustituirlos por jueces improvisados y mal pagados, que de cabo a rabo empeorarán considerablemente la ya de por sí problemática impartición de justicia en México.
Como si esto no fuera muy grave, lo peor, sin embargo es que la pantomima de la elección por voto popular de jueces, magistrados y ministro, entregará en los hechos la impartición de justicia a Morena y al crimen organizado, como con toda puntualidad lo han advertido numerosas voces expertas: desde los más ilustres juristas del país hasta los más prestigiados analistas políticos tanto dentro como fuera de México.
Con este hecho, se cancelará en la práctica la división de poderes en nuestra república, restableciéndose un régimen autoritario, sin contrapesos efectivos que permitan un mínimo de racionalidad en la toma de decisiones de los asuntos públicos, ayuden a combatir la corrupción y favorezcan la vigencia de un estado de derecho. Además, por supuesto, se perderá la seguridad jurídica para las inversiones, con lo que el impacto económico previsible será severo. Baste decir que, en los días previos a la concreción de la aprobación en el Senado de la República el tipo de cambio ya se había devaluado en un 20% y había reportes de 35 000 millones de dólares de inversiones nuevas para México, detenidos en espera del resultado de la votación en el legislativo federal. Estamos ante una tragedia terrible para nuestro orden político.
Dicho esto, hay algo que me preocupa y me horroriza más, haciendo más profundo y grave nuestro trágico momento histórico: Se trata de la extinción de las nociones de Verdad y de Bien en el discurso y argumentación política por parte del grupo en el poder que ya ha capturado al estado mexicano. No se trata aquí de un mero reclamo teórico filosófico o de un lamento ético que puede ser tachado de idealista. Sin estas nociones fundamentales de Verdad y de Bien, la convivencia social y el orden público se hacen imposibles.
Cuando desde la tribuna más elevada y poderosa del país se tuercen los hechos como si la realidad no fuera relevante y se miente de manera habitual para justificar cualquier capricho y los miembros del gabinete presidencial actual y los del gobierno entrante, comenzando por la presidente electa, mienten con el mismo descaro al tiempo que los diputados y senadores del partido gobernante y sus aliados repiten como loros sin ningún atisbo de consciencia, ni psicológica ni moral ni política, las mismas mentiras una y otra vez, sin reparar en el mal que generan sus decisiones y actos de gobierno, la dimensión de nuestra tragedia política me parece mayúscula. Desde luego, no sobra enfatizar que el mal y la mentira, como la negación que son del bien y la verdad, destruyen, cancelan posibilidades de desarrollo, generan sufrimiento, matan.
Un gobierno conformado a base de mentiras, que se regodea en la destrucción del orden precedente, movido por el resentimiento social y que no reconoce valores éticos fundamentales, no puede ser otra cosa más que un gobierno de demonios. Este es el fondo de nuestra tragedia presente.
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